Robert Kurz - Dominación sin sujeto

Robert Kurz

1.

Uno de los términos dilectos de la crítica social de izquierda, proferidos con el descuido de la obviedad, es el de «dominación». Los «dominantes» fueron y son considerados en innumerables ensayos y panfletos como grandes y universales malvados difusos, a fin de explicar los sufrimientos de la socialización capitalista. Este molde es aplicado retrospectivamente a toda la historia. En la jerga específicamente marxista, este concepto de dominación se amplía con el de «clase dominante». La comprensión de la dominación recibe de tal manera una «base económica». La clase dominante es la consumidora de la plusvalía, de la que se apropia con astucia y perfidia y, por supuesto, con violencia.

Salta a la vista que la mayoría de las teorías de la dominación, incluso las marxistas, reducen el problema de modo utilitario. Si hay apropiación de «trabajo ajeno», si hay represión social, si hay violencia abierta, es para uso y provecho de una persona cualquiera. Cui bono –a esto se reduce la problemática. Una consideración de este tipo no se adecua a la realidad. Ni aun la construcción de las pirámides de los antiguos egipcios, que devoró una parte nada insignificante del plus-producto de esa sociedad, se deja reducir forzosamente a una perspectiva de disfrute (puramente económico) de una clase o casta. La matanza recíproca de los diversos «dominantes», por razones de «honra», queda notablemente fuera de cualquier sencillo cálculo de utilidad.

La reducción de la historia humana a una lucha infinita por «intereses» y «ventajas», librada por sujetos inmersos en un estéril egoísmo utilitario/1, simplemente recorta o distorsiona muchos fenómenos reales como para poder tener un valor explicativo decisivo. La idea de que todo lo que no se resuelve en el cálculo utilitario subjetivo es un mero envoltorio de «intereses» bajo formas religiosas o ideológicas, instituciones y tradiciones, se vuelve ridícula cuando el gasto real en esa supuesta envoltura supera en mucho el núcleo sustancial del presunto egoísmo. Muchas veces se debe decir más bien lo contrario: que los puntos de vista del egoísmo, si es que pueden ser reconocidos, representan un mero envoltorio o una mera exterioridad de «algo diferente» que se manifiesta en las instituciones y tradiciones sociales.

Sin embargo, se podría afirmar que existe aquí simplemente un típico anacronismo del pensamiento burgués. Una constitución y un modo de pensar capitalistas, esto es, propios de la sociedad moderna, son proyectados a épocas premodernas, cuyas verdaderas relaciones, así, no se entienden. Esto significaría que la reducción de la dominación al egoísmo y a la lucha de intereses sería válida al menos para la modernidad burguesa, en cuyo suelo brotó esta propia forma de pensamiento. De hecho, no se puede negar que el aspecto externo de las sociedades modernas, inclusive la psiquis de los hombres «que ganan dinero», parece resolverse en el egoísmo abstracto.

No obstante, precisamente el carácter abstracto de ese «provecho», más allá de todas las necesidades sensibles, es al mismo tiempo lo que desmiente esa superficie. Si el egoísmo moderno es retraducido al plano sensible de las necesidades, con eso adquiere algo de fantasmagórico, de puramente irracional. Paradójicamente, el egoísmo, del modo como es puesto en la forma-dinero totalizada, parece ser algo por completo autonomizado en relación con los individuos y su «singularidad». Este carácter ajeno del interés, que en hipótesis es inmediatamente egoísta, permanece todavía encubierto en la fase histórica del ascenso del capital, cuando el egoísmo de constitución moderna aún no se separaba por completo del contenido sensible de la riqueza. Podía parecer entonces que el egoísmo era realmente la simple forma de la lucha por el plus-producto material («escaso»), y como si ello fuese el fundamento común a toda la historia hasta hoy, que sólo en la modernidad capitalista se simplificó hasta el extremo y por fin fue descubierto como tal.

Esta concepción del marxismo vulgar, la misma que la del Manifiesto comunista, pierde sin duda sentido cuando se la confronta con la realidad del capitalismo maduro. En la actualidad, el egoísmo constituido se emancipó definitivamente de todo contenido de carencia sensible bajo la forma-dinero. El plus-producto material ya no puede ser definido como objeto de apropiación para uso y provecho de una persona cualquiera: se autonomizó a la vista de todos como monstruoso fin en sí mismo. La capitalización del mundo y los pululantes proyectos abstractos de utilidad se impregnan de una desesperante semejanza con la construcción de las pirámides en el umbral de la civilización, incluso bajo relaciones sociales totalmente diferentes (mercancía y dinero). A las personas que sólo reclaman aún «empleos», y no ya la satisfacción de las necesidades, habrá que atribuirles una especie de inimputabilidad que denuncie su llamado egoísmo como una mera ratificación de un principio religioso secularizado. Esto vale igualmente para aquellos que, como propietarios, administradores, políticos, etc., son obligados a mantener en vigor ese principio autonomizado. También su provecho es meramente secundario, y es costeado cada vez más con el propio perjuicio.

Se puede concluir por tanto que la modernidad posee de hecho algo en común con todas las formaciones sociales anteriores. Sólo que esto no es el egoísmo abstracto, que al fin se habría revelado como tal en el capitalismo. Justamente al revés: esta identidad es más bien aquello que no se resuelve en ningún cálculo económico o político de intereses, y lo que en la modernidad surge paradójicamente como egoísmo, en verdad no es nada propio del individuo, sino algo que lo domina. También los dominantes son dominados; en realidad, nunca dominan por la propia necesidad o bienestar, sino para algo simplemente trascendente. En esto siempre se perjudican a sí mismos y realizan algo que les es ajeno y evidentemente superficial. Su supuesta apropiación de la riqueza se transforma en automutilación.

La reducción utilitarista, en una versión modificada, se da también en las modernas teorías de la dominación no-marxistas o neoliberales. El provecho económico abstracto es sustituido aquí sólo por un provecho no menos abstracto del «puro poder». Si el marxismo vulgar presupone una base ontológica del «interés económico», las otras teorías burguesas de la dominación dan por supuesta la base biológica genéticamente arraigada de un «impulso hacia el poder» (o impulso hacia la agresión) o al menos unas constantes antropológicas y ahistóricas. Arnold Gehlen, por ejemplo, ve la necesidad de poder en la existencia de instituciones sociales en general, que habrían ocupado el lugar del instinto con el fin de guiar la conducta. Una concepción que reaparece diluida en aquellos aforismos de botiquín sobre que el «el hombre» en sí es un animal libre de trabas que tiene que ser amansado por el Estado autoritario.

En el mejor de los casos, el poder o la dominación aparecen siempre como domesticables para el derecho, que cabría entonces ser definido igualmente como locus ontológico fundamental. De manera ecléctica, toda esa especie de derivaciones de la dominación se duplica en las fórmulas dualistas de poder y dinero como «medios» de aquella imaginable sociabilidad. La domesticación por el derecho, pues, de acuerdo con el temperamento y la situación histórica, puede ser entendida como desnaturalización infamante, que oculta la verdadera imagen humana de la lucha por la existencia (survival of the fittest [supervivencia de los más aptos]), o a la inversa como progreso hacia la verdadera imagen humana de una dominación expurgada. La propia dominación permanece como un principio eterno y su «diferenciación» reformista, hasta el grado más alto de ocultamiento, se mantiene como la única forma posible de emancipación, con Habermas, además, como su profeta. Así se demostraría que toda la historia hasta hoy fue en el fondo la historia de los socialdemócratas.

El marxismo combatió siempre las teorías «reaccionarias» de la dominación solamente desde otra perspectiva de la dominación, a saber, la de su determinación económica, en tanto que la idea de una superación de la «dominación del hombre por el hombre» permaneció en el estado de promesa para un futuro indeterminado –promesa débil y abstracta, más allá de toda teoría y praxis. Si la abstracción es un principio ontológico, sea por razones económicas, biológicas o antropológicas, sólo restaría aún la cuestión de quién domina o debe dominar al final de cuentas, y de qué modo se consuma la dominación. «Impulso hacia el poder», placer y beneficio del puro poder o cálculo económico utilitario como modelos explicativos llegan siempre al mismo resultado: la existencia empírica de la dominación, a diferencia de su determinación ontológica, es un producto de la voluntad subjetiva. El sujeto de la dominación domina porque quiere dominar, porque de ello «extrae alguna ventaja».

Esta reducción de la dominación empírica a un simple aspecto subjetivo se manifiesta más fatalmente en los propios criterios de la dominación. Mientras que las teorías biológicas y antropológicas de la dominación tienden normalmente a afirmar el orden existente y, en su versión extrema, a exigir otro aún más autoritario, los marxistas (que quieren sustituir el tipo existente de dominación por otro, «de acuerdo con las clases») y los anarquistas (que sugieren una abolición inmediata y sin sucedáneos de la dominación) denuncian empíricamente a los dominantes, de preferencia, como puercos subjetivos. En ocasiones, esto puede ser desmentido por aserciones teóricas contrarias, al traerse espectralmente al campo de visión la objetividad estructural de la dominación, más allá de los sujetos existentes. Pero el prodigio nunca dura demasiado. Los tímidos comienzos de una penetración teórica en la sistemática ausencia de sujeto de la dominación no se conservan. Cuanto más se consagra el pensamiento a las relaciones de forma aislada, a la praxis y a la agitación para fines sociales, más subjetivo se vuelve, más groseramente el reduccionismo vulgar se transforma en un mero cálculo de intereses. Los dominantes son «injustos», acaparan todas las ventajas para sí, explotan, ordenan y contraordenan a su antojo, viven en la abundancia y la comodidad a costa de la mayoría y, en caso de que quisiesen, podrían enmendarse, puesto que siempre saben perfectamente lo que hacen.

De este modo, la vulgar reducción de la dominación a un cálculo utilitario exige la vulgar reducción de la ejecución de la dominación a un sujeto volitivo autárquico. Dicha reducción puede ser demostrada a voluntad en la literatura marxista y de izquierda. El concepto subjetivo de dominación es supuesto axiomáticamente, y sobre ese trasfondo se hacen entonces análisis detallados. La «asimetría entre capital y trabajo en el proceso productivo» es evocada sin supuestos, para afirmarse enseguida de manera superficialmente subjetiva que «los empresarios individuales o los administradores, en la medida en que disponen ellos solos de los medios de producción, tienen también el poder exclusivo (!) de destinar tales medios y a los trabajadores a ellos vinculados por la organización del trabajo a algunas finalidades de uso e igualmente de disponer de los productos que de ahí surgen de acuerdo con sus propios (!) cálculos de valorización»./2

La «valorización» se reduce aquí al cálculo egoísta, subjetivo y particular de los depositarios de la dominación, una concepción que caracteriza en cierto modo al tradicional marxismo del movimiento obrero y a la Nueva Izquierda, a pesar de todos los antagonismos (que hoy se han vuelto irrelevantes). De manera tanto más coherente, el «Grupo Marxista» expresa la misma reducción en un canto de cisne en la fecha de su autodisolución. Se censura en los dominantes el descaro de la conducta de «que cada trabajador que gana su dinero (!) tenga que agradecerles la oferta de un empleo. Que, a la inversa, insistan en no poder evitar despidos, pues las coacciones del mercado, del que ellos mismos hacen uso (!), les prohibiría hacerlo»./3.

Tal declaración difícilmente puede ser mal entendida, toda vez que el «Grupo Marxista» define sus esfuerzos de agitación junto a las «víctimas del capital» como exigencia de «no dejarse usar más por las coacciones que crearon otros» (op. cit., p. 5) y reduce de este modo el trato práctico con la coacción de la forma-mercancía total al punto de ver una vez más en éste sólo la osadía de «traspasar los efectos problemáticos desagradables a sus creadores (!)» (idem).

La presión agitadora desprecia claramente todas las percepciones rudimentarias y poco claras de la naturaleza de la relación del valor, ahoga toda reflexión referente a ella y exige la interpretación de que súbitamente todos los «capitalistas», políticos y administradores «hacen un uso» arbitrario de las leyes del sistema productor de mercancías. El desempleo, nos sugiere la tosca declaración agitadora del «Grupo Marxista», no es una ley estructural del sistema productor de mercancías, sino un acto de voluntad negativo de los «dominantes». Este es el concepto de dominación burgués e ilustrado de 1789, que a pesar de las múltiples categorías del capital inculcadas a la fuerza, nunca estuvo presente en la crítica económica de Marx.

La valorización del valor, la máquina social de un objetivo en sí mismo sin sujeto, es en Esser –uno de los sociólogos sindicales de izquierda de los años 70– igualmente remontable al sujeto de una voluntad pura, que a través de su supuesta «voluntad de explotación» crea toda la organización denominada «capitalismo». También forma parte del repertorio-modelo argumentativo de las izquierdas de contenido agitador, entre ellas los «realos»/4 devotos del Estado y creyentes de la economía de mercado, el desmentir las coerciones de la socialización por la forma-mercancía y denunciarla como pura maniobra estratégica de aquellos dominantes que habrían inventado el argumento de la coerción sólo en beneficio propio (probablemente por «sed de lucro»).

En el nirvana político donde ahora yace pacíficamente, le puede parecer al «Grupo Marxista» una especie de infamia equipararlos a un ensayista reformista o incluso a los «realos» (podrían sumarse obviamente, y con mayor razón, los autónomos). Pero en lo que respecta a la cuestión decisiva de la crítica social, aquél no fue ni una pizca mejor que éstos. El problema del fin en sí mismo sin sujeto se le mantuvo oculto o no fue movilizado teóricamente.

2.

La reducción del capital y de su perniciosidad a agentes subjetivos, a sujetos guiados por la voluntad y por intereses, no es sólo un craso error teórico, sino que también tiene consecuencias prácticas fatales. Con los venerables lemas agitadores sobre la voluntad malévola y el cálculo subjetivo de utilidad de los dominantes, ya no se aprehende la realidad en progreso ni son captados los sujetos constituidos por esa realidad. Como es patente, el carácter tautológico y destructivo de la máquina capitalista superó cualquier egoísmo de los agentes y propietarios. Y, por otro lado, las «víctimas y servidores del capital y del Estado» tienen claridad en lo que respecta al contenido objetivo de la realidad de aquellas coerciones que los marxistas atribuyen tan obstinadamente a los intereses subjetivos de los dominantes.

El argumento subjetivista se prestaba para la fase histórica de ascenso del capital, cuando los trabajadores, todavía dentro de ese envoltorio social, tenían que revelarse como sujetos de la forma-mercancía. Mientras los diversos sujetos-mercancía se forman y libran la lucha por sus intereses monetarios en el terreno de la forma-mercancía, mientras crean y movilizan las instituciones y los vínculos para ello, la crítica social puede reducirse al prisma subjetivista. Desde el comienzo, sin embargo, este argumento no se presentó teóricamente, sino que permaneció oculto, pues todo el movimiento práctico de la crítica podía ser aún inmanente al capital.

A partir de esta inmanencia se desarrollan en forma abstracta las posiciones seudo-radicales del marxismo vulgar, como por ejemplo la del «Grupo Marxista»; hoy, con todo, ellas han sido superadas y carecen de sentido, pues el capital, como relación universal, alcanzó su estadio maduro (de crisis) y así imposibilitó en principio una crítica inmanente. La coerción de la forma-mercancía es objetiva, no en sentido antropológico, sino histórico. Es superable, pero solamente como superación de la propia forma-mercancía. El lastre de la agitación subjetivista y de su inmanencia radica exclusivamente en el hecho de que no puede abordar este problema de la superación. Ya que los «efectos desagradables» sólo procedían de la voluntad y del cálculo de utilidad de los dominantes, que supuestamente, a pesar de la forma social sin sujeto, podían cambiar de actitud, aquellos deben ser eliminados dentro de esta forma, con lo que las «víctimas y servidores» podrían librarse de los «efectos» sin tener que tocar su propia forma como sujetos-mercancía.

La ventaja de esta conclusión reductora para el agitador es sin embargo sólo ilusoria, en especial cuando «no quiere ser reformista». El axioma de su agitación ya es per se reformista, en la medida en que no define críticamente en su forma social la necesidad sensible. En esto él es compatible con la conciencia constituida por la forma-mercancía de sus destinatarios «ganadores de dinero», aunque con ello, lo quiera o no, caiga en las garras de la coerción material. Incurre en la insoluble contradicción de exigir por un lado que los sujetos hagan valer sus necesidades sensibles sin tener en cuenta las leyes estructurales coercitivas de la forma-mercancía, pero por otro lado formula tal exigencia dentro de la propia forma-mercancía o al menos oculta el hecho de que sólo así aquélla puede ser comprendida. El «Grupo Marxista», por ejemplo, deja transparentar ocasionalmente en sus obras que la «correcta economía planificada» no podría incluso funcionar con «dinero», pero esto se transforma en letra muerta e incomprensible cuando, con anterioridad, él mismo ha hecho causa común con la noción monetaria de lo cotidiano capitalista, a la cual apela en todo momento en nombre del «interés» de las señoras y señores de la clase trabajadora.

A partir de este dilema se explica también por qué la teoría estrechamente ligada a la agitación es incapaz de basar sistemáticamente la crítica de la relación dinero-mercancía en los escritos de Marx. Un reciclaje teórico del marxismo histórico del movimiento obrero y de su concepto de socialismo es tan imposible como una mediación social de la crítica indispensable de la economía. Con la crítica radical del dinero no se puede, de inmediato, hacer la agitación proletaria y viceversa: quien reparte sin mediación panfletos a las masas no puede elaborar la crítica radical del dinero. La supuesta «burla» a las "víctimas y servidores» tiene que ser siempre atacada en su propia forma sin sujeto, que es el verdadero «autor» social. La agitación fracasó por tanto debido a sí misma, y no a causa de la estupidez de las masas o de las presiones del Tribunal de Defensa Constitucional/5. El esfuerzo en vano de los agitadores pasó por alto a los activistas y a los movimientos sociales, censurados sólo por su «pensamiento equivocado», su «inconsecuencia», etc., aunque lo más importante no haya sido dicho ni elaborado aún; en realidad, fue la propia inconsecuencia de los marxistas la que mantuvo incólume el abismo entre el cálculo de intereses constituido por la forma-mercancía y la crítica del capital.

La movilización per se siempre inmanente de la «asimetría entre capital y trabajo», que sólo podía impulsar una contradicción en el interior del propio capital, llegó históricamente a su término. Los momentos de la teoría de Marx contenidos en ella caen por tierra, se convierten en documentos históricos, y con ello muere el marxismo en todas sus variantes. Pero la teoría de Marx contiene, en el concepto de crítica del fetichismo, un acceso completamente diferente a la realidad, hasta ahora mantenido encubierto. El marxismo nada puede hacer con él, sobre todo nada práctico. Para el «Grupo Marxista» (extendiéndonos un poco en su necrológica), el problema del fetichismo en los análisis del «capital» contenidos en su documento originario de fundación no es aprehendido sistemáticamente. El Grupo, a pesar de todo, juzgó oportuno denunciar la «palabrería sobre la reificación y la alienación»/6 y repudiar expresamente una infiltración de la vida burguesa en las «esferas derivadas» (formas de pensamiento, sexualidad, arte, etc.). En vez de librar el problema del vicio de la «palabrería» y asimilarlo teóricamente, no se tomó ningún conocimiento de su alcance, para, en cambio, embestir de forma seudopositivista contra las categorías económicas. La crítica simultánea –bastante vaga– de las concepciones del capital como una «relación personal de dependencia» y de las «teorías vulgares de los agentes» (Resultate..., ibidem) estaba así condenada a mantenerse ineficaz. El propio «Grupo Marxista» no se atuvo a ello, en la medida en que, en su imagen teórica reductora, recaía constantemente en un concepto de dominación subjetivista.

En realidad, toda teoría de la dominación que se remonta a un cálculo de utilidad económico o político tiene dificultades para librarse, excepto de manera superficial, de un concepto de «dependencia personal». El problema de la cosificación de las relaciones sociales y de la dominación es aprehendido de forma muy reductora cuando se limita al hecho de que, en la forma de la mercancía, «los hombres se utilizan recíprocamente como medio para sus objetivos individuales» (Resultate..., ibidem). El apego a la subjetividad dada y constituida, incomprendida en su constitución sin sujeto, permanece así como no superada. Esta concepción reductora sugiere un salto ágil e inmediato entre la constitución de los sujetos pautada por la forma-mercancía y la «explotación capitalista». La cosificación y la «utilización recíproca» se reducen entonces rápidamente al hecho de que, en la dependencia del trabajador, no se trata de un vínculo «personal», en la medida en que aquél no permanece durante toda su vida como dependiente del capitalista Fulano de Tal sino más bien de la «clase capitalista» en general y de «sus» instituciones. El concepto subjetivista de dominación es criticado aquí como «personal» en el sentido más tosco, aunque no sea resuelto, sino apenas desplazado hacia un sujeto colectivo de dominación.

El «Grupo Marxista», de hecho, relativiza su propia crítica a las teorías de la dominación «vulgares» y de trasfondo personal moralizador al tergiversar la referencia de Marx a la cosificación (fetichista) en el sentido de que, «por otro lado», en «la misma declaración se oculta la referencia a que, junto a la abstracción que constituye el contenido social de su actividad, los individuos productores de mercancías se someten a otros individuos» (Resultate..., ibidem). De este modo, la argumentación elude el problema del fetiche y vuelve a hablar de resolver la relación cosificada en un ámbito subjetivo. El concepto de «sujeto automático» (Marx), el verdadero plano sin sujeto de la relación fetichista, se pierde así fundamentalmente.

El hecho de que los individuos productores de mercancías se «sometan a otros individuos» por medio de la abstracción de la forma-mercancía es simplemente falso como afirmación aislada. Semejante concepción podía valer a lo sumo mientras la forma-mercancía de los sujetos no estuviese completamente desarrollada, por tanto, mientras el resto de las demás tradiciones premodernas no hubiesen perdido aún su eficacia. En tanto quedase alguna duda de quién trataría a quién como «señor», la propia abstracción de la mercancía no constituía todavía con pleno sentido para los individuos «el contenido social de su actividad». Hoy en día, el maestro de obras dice con toda cordialidad a su ayudante: «Señor X, tráigame por favor del depósito la escalera y 20 ladrillos con los planos». Por otra parte, una conversación con el pronombre «tú» (du) no significa un rebajamiento, sino la confianza igualitaria (piénsese también en la jerarquía francamente absurda del apretón de manos en tantas empresas). Los más recientes programas de administración operan deliberadamente con tales formas de interacción igualitaria.

Esto no es simplemente una formalidad superficial, detrás de la cual se ocultaría la antigua «sumisión guillermina a otros individuos». Ningún sujeto-mercancía plenamente modernizado tiene ya la sensación de «someterse» a otro individuo como tal. Y esa evaluación espontánea no engaña. Lo que los individuos perciben hoy como su heteronomía es siempre un funcionalismo abstracto del sistema que ya no se resuelve en ninguna subjetividad. Todos los funcionarios de las jerarquías funcionales son tomados por lo que son: ejecutores subalternos de procesos sin sujeto a los que las personas no sólo no se «someten», sino que hasta son juzgadas de acuerdo con su «capacidad funcional».

Un superior odiado es juzgado en su irracionalidad menos por modelos satisfactorios de relación humana que por el hecho de en qué medida su conducta es disfuncional para el funcionamiento de la empresa, esto es, en qué medida desempeña mal «su trabajo». Por el contrario, un «sujeto duro», de comportamiento correcto, igualitario y orientado al «éxito», puede ser aceptado justamente porque «hace su trabajo» («yo haría exactamente lo mismo»). Por eso no se puede pensar aquí en «sumisión» a un individuo, porque, primero, en su función el ejecutor no es una resistencia individual ni es aprehendido como tal, y, segundo, porque la propia identidad individual se mantiene intocada como sujeto-mercancía monadizado. Según el momento y la situación, es plenamente aceptable hacer ejecutar con sobriedad comercial las funciones relativas al empleo sobre los individuos y después, si es posible, salir con ellos a tomar una cerveza.

El discurso de la «sumisión a otros individuos», que debe ser llevada a cabo por los hombres productores de mercancías justamente por medio de «la abstracción que constituye el contenido social de su actividad», evidentemente pasa por alto el problema. Se trata de un lenguaje limitado a las categorías de un concepto de dominación superficial y subjetivo, ligado eclécticamente en cortocircuito al problema aún por elaborar de la ausencia fetichista de sujeto. Con este tipo de agitación ya no se puede captar la verdadera heteronomía de los individuos productores de mercancías ni la conciencia que ellos tienen del asunto.

Sin embargo, de este modo la propia base del sistema es concebida erróneamente. El hecho de que los sujetos-mercancía «se utilicen recíprocamente para sus objetivos individuales» no es la X de la cuestión ni mucho menos su explicación. Más bien, es la mera forma fenoménica de «algo diferente», a saber, del fetiche sin sujeto que se manifiesta en los sujetos que actúan. Sus «objetivos individuales» no son lo que parecen ser: según su forma, no son objetivos individuales o voluntarios, y por eso también el contenido es distorsionado y desemboca en la autodestrucción. Lo esencial no es que los individuos se utilicen mutuamente para sus objetivos individuales, sino, en la medida en que parecen hacerlo así, que ejecuten en sí mismos un objetivo totalmente distinto, supraindividual y sin sujeto: el movimiento autónomo (valorización) del capital.

3.

La diferencia no podría ser más precisa: para el marxismo vulgar, el movimiento autónomo del capital, la valorización del valor, es justamente aquella apariencia que se debe remontar hasta los objetivos, la voluntad y la actitud subjetiva de las personas, resolviéndose, por tanto, en la subjetividad (de cuño autoritario y «errado»). Una crítica radical y coherente del fetichismo, por el contrario, tendría que denunciar como apariencia la propia subjetividad empírica, o sea, tendría que disolver los objetivos, la voluntad y la acción subjetiva de las personas productoras de mercancías en su verdadera ausencia de sujeto, como simple ejecución de una forma-fetiche presupuesta en todos los sujetos –no para someterse al «sujeto automático», sino para poder aprehenderlo como tal y superarlo.

Sólo esta inversión permite reconocer en general el escándalo de la total falta de conciencia en el plano de la determinación social de la forma, que es el requisito para superarla. Cuando afirma que la ausencia de sujeto en el sujeto burgués y constituido por la forma mercancía es mera apariencia o simple ilusión, el marxismo vulgar y las teorías tradicionales de la dominación se vuelven cómplices del fetiche y se ven imposibilitadas de criticarlo en su objetividad. La contradicción del seudo-radicalismo de la agitación tiene profundas raíces en el concepto de sujeto. Irónicamente, la evocación directa del sujeto presupuesto y apriorístico no es otra cosa sino la forma teórica de la sumisión a la ausencia fetichista de sujeto.

El eterno anatema lanzado a los dominantes y la eterna suposición de que dentro de las propias formas modernas del dinero y de la mercancía sería posible una organización completamente diferente y más humana, bastando apenas una voluntad distinta y mejor que la oriente, sin duda se volvieron con el tiempo una terapia ocupacional para los más tontos de los críticos sociales. Este insigne círculo abarca hoy tanto a lo que queda de los marxistas ortodoxos y seudo-radicales como a los realos. Sin embargo, al margen de estos incorregibles no-pensadores, hace mucho que se desarrolla la teoría de la dominación. Desde el cambio de siglo [del XIX al XX], o a más tardar desde los años 20, los más inteligentes entre los críticos sociales de Occidente se enfrentan cada vez más con los fenómenos de la ausencia de sujeto.

Un producto de estos esfuerzos fue la tesis de la burocratización. En los análisis burgueses, que, al contrario del breviario de la literatura marxista, no concentraban tan fijamente su atención en un malévolo grupo personificado llamado «burguesía», desde temprano flotó en el aire el emblema del «mundo administrativo». En la famosa sociología de las asociaciones partidarias de Robert Michels/7 y sobre todo en la teoría de Max Weber se empezó a formar un concepto estructural de la verdadera ausencia de sujeto de la dominación moderna. Weber enlaza el concepto general de la burocracia a los «intereses» de los poderes sociales, aunque aún superficialmente, al calificarla de «instrumento de precisión» «que se puede poner al servicio de los intereses dominantes tanto puramente políticos como puramente económicos o cualesquiera otros»/8. Al mismo tiempo, sin embargo, hace también referencia a la dinámica «material» y sin sujeto del proceso moderno de burocratización, que se aleja de las tradicionales teorías de la dominación:

«El funcionario de carrera es [...] solamente un miembro aislado, a cargo de tareas especializadas, en un mecanismo [...] de progreso infatigable, que le prescribe, en esencia, la marcha forzada. Los dominados, además, no pueden prescindir ni sustituir el existente aparato burocrático de dominación [...] El vínculo del destino material de las masas al funcionamiento siempre correcto de las organizaciones de capital privado cada vez más burocráticas crece contantemente, y la posibilidad de su desvinculación se vuelve así cada vez más utópica [...] La burocracia tiene carácter racional: regla, objetivos, medios e impersonalidad material rigen su conducta.» (Weber, ibidem, p. 570 ss.).

En la retórica de la lucha de clases de la izquierda, la tesis de la burocratización se insinuó primero y sobre todo en los trotskistas, que se consideraban a sí mismos como los defensores del Graal de las advertencias correspondientes de Lenin y se veían de nuevo con el problema de explicar una supuesta dominación no-capitalista sobre la «clase trabajadora» en un Estado con «fundamentos económicos socialistas» por ellos defendidos. Por eso caló la fórmula de la dominación burocrática. Con ésta, sin duda, no se proponía un concepto de dominación sin sujeto. Más bien, se trataba únicamente de sustituir sin rodeos, especialmente en la Unión Soviética, al antiguo sujeto explotador y dominante de la «clase capitalista» por el sujeto dominante supuestamente transitorio de la «casta burocrática». El concepto subjetivo de dominación no fue puesto teóricamente en cuestión, a pesar de que haya sido involuntariamente debilitado. El concepto de burocracia fue preferentemente un sucedáneo teórico; fue utilizado con disculpas y celosamente separado del concepto de «clase dominante» en sentido estricto. Incluso Trotsky fuerza este vacilante concepto de burocracia en el antiguo esquema, que en Weber resuena sólo sordamente:

«En la sociedad burguesa, la burocracia representa los intereses de los propietarios y de la clase cultivada, que dispone de innumerables medios de controlar su administración. La burocracia soviética, sin embargo, se alza sobre una clase que acaba de liberarse de la miseria y la oscuridad y que no posee ninguna tradición de dominio o mando (!). Si los fascistas, después de alcanzar sus sinecuras, se aliaron a la alta burguesía por medio de intereses comunes, amistades y lazos matrimoniales, la burocracia de la Unión Soviética tomó para sí las costumbres burguesas, sin tener a su lado una burguesía nacional.»/9

Por lo que se ve, Trotsky no abandona siquiera vagamente el concepto de dominación subjetivo y colectivamente personal del marxismo vulgar. La burocracia es introducida como una especie de ayudante de sheriff socioeconómico que perdió casualmente a su jefe y ahora gobierna por su propia cuenta, sin disponer de la «particularidad» de la dominación (de clases). Este pensamiento –prisionero de las meras categorías sociales (clase trabajadora, alta burguesía, burocracia), cuya constitución por la forma social sin sujeto no entra en el campo de visión y que son aprehendidas como tales de modo acrítico, en su reciprocidad subjetiva de acciones– no puede ofrecer teóricamente nada nuevo a la tesis de la burocratización. El concepto trotskista de burocracia se mantiene empíricamente reductor y fue únicamente instrumentalizado para poder representar el desarrollo incomprendido de la Unión Soviética con una apariencia de plausibilidad propia del marxismo vulgar/10. Un paso más allá fue dado por la Teoría Crítica, cuyos representantes vislumbraron los cambios con mucha mayor claridad que el marxismo vulgar de partido. Los teóricos de la Escuela de Frankfurt se apartaron de la mera retórica de la lucha de clases, cuya endeblez fueron los primeros en observar (sin, no obstante, poder superarla teóricamente), hicieron uso de la tesis de la burocratización de la sociología occidental y buscaran adaptarla dentro de un proyecto de crítica social (cada vez más pesimista). Pero Horkheimer esbozó para ello una imagen peculiar de la dominación, en la cual los conceptos del marxismo vulgar y de las teorías sociológicas sobre la burocracia se funden eclécticamente:

«La burguesía está diezmada, la mayoría de los burgueses perdieron su autonomía; cuando no se rebajan al nivel del proletariado o de la masa de desempleados, caen bajo la dependencia de grandes empresas o del Estado. [...] Lo que queda como caput mortuum del proceso de transformación de la burguesía es la burocracia industrial y estatal de alto nivel./11»

Si Weber aún formula el problema de modo ambivalente, si para Trotsky y sus discípulos occidentales domina todavía inequívocamente el concepto subjetivo y clasista de dominación en relación con el concepto de burocracia, Horkheimer (que obviamente está más cerca de Weber que de Trotsky) tematiza ya la disolución del concepto de dominación de clases a través del desarrollo real de las propias sociedades occidentales. Pero la expresión «caput mortuum» muestra que no se libraba de la obstinada idea subjetivo-sociológica de la dominación. Esta se encuentra profundamente arraigada en el pensamiento ilustrado occidental, que desde el principio señala la «subjetividad» como abstracta y apriorística. Todas las relaciones sociales deben ser deducidas de algún modo de este sujeto francamente quimérico, que se mantiene como el alfa y omega de todos los análisis.

La tesis de la burocratización, en todas sus variantes, parece aproximarse a un concepto de dominación sin sujeto. Con todo, revela al mismo tiempo la resistencia de la idea ilustrada de sujeto, propensa al escrúpulo cuando pierde sus prerrogativas. El hecho de que tanto Weber como Horheimer y Adorno, así como también Freud, se deslizaran hacia un pesimismo antropológico los alinea involuntariamente junto a aquellos pesimistas culturales reaccionarios que ellos siempre criticaron. Tal afinidad impura no se debe sólo a las experiencias catastróficas de las Guerras Mundiales, sino también a las contradicciones de la ideología ilustrada del sujeto y del marxismo como su apéndice.

El concepto de burocracia refleja apenas negativamente el despropósito tanto de las teorías de dominación burguesas como de las marxistas. En lo que respecta a la manifiesta ausencia de sujeto dominante, sin embargo, permanece inexplicada y simplemente descriptiva. El confinamiento dentro de la ideología burguesa del sujeto y con ello dentro de un concepto subjetivo de dominación permite poco más que la constatación de un fenómenos sociológico que no puede ser deducido sino de acuerdo con patrones «técnicos» y de «organización». El concepto de tecnocracia es el eco de este desamparo hasta hoy no superado. La dominación de la burocracia es discutida aún en términos teóricos subjetivos, aunque su verdadera dependencia (en contraste con los grupos dominantes fácilmente aprehensibles, como la nobleza o la burguesía) apunte hacia aquel «Otro» sombrío, incapaz ya de ser captado por el espíritu ilustrado. Así, no es de asombrar que la propia Teoría Crítica no haya asimilado sistemáticamente la crítica del fetichismo de Marx. Esta incapacidad no es fruto de una debilidad analítica, sino que indica realmente una limitación básica de la racionalidad occidental, que no se da a conocer ni aun en las variantes críticas de su propio carácter fetichista.

4.

La disolución de las antiguas teorías subjetivas de la dominación se extendió, sobre la base de la tesis de la burocratización, por las más modernas concepciones del estructuralismo, del estructural-funcionalismo y de la teoría de los sistemas. La sistemática ausencia de sujeto es aquí por fin abiertamente tematizada, no sólo como resultado histórico (lamentable) de la modernidad, sino también por primera vez como principio propio de la socialización humana. A partir de los análisis estructurales de la lingüística se afirmó la idea de que lo constitutivo no son el sujeto ni la praxis de los sujetos, sino antes bien las «estructuras» sin sujeto en las cuales y por medio de las cuales se constituye la respectiva acción. No es el hombre (el sujeto humano) quien habla, es «la lengua la que habla». O, en términos sarcásticos: el hombre «es hablado».

Este proyecto histórico, preparado por Ferdinand de Saussure («lingüística estructural»), se extendió rápidamente a la etnología (Claude Lévi-Strauss) y a la psicología (Jacques Lacan), para desde allí alcanzar la historia, la sociología y la filosofía. De acuerdo con tal proyecto, en todas partes lo que está en juego no son, en última instancia, individuos y sujetos humanos, sino estructuras sin sujeto como seudo-sujetos (aunque no conscientes y activos, pero sí «determinantes»). Si el hombre no habla, sino que «es hablado», entonces tampoco piensa, sino que es «pensado»; entonces no actúa de forma social, política o económicamente, sino que es «actuado», etc. Se predicó así nada menos que la muerte del sujeto/12.

Nadie expresó tal resultado de un modo filosófico más consecuente que Michel Foucault, cuya obra extremadamente contradictoria es considera, ora como postestructuralista, ora como posmoderna:

«Desde el momento en que se toma conciencia de que todo el conocimiento humano, toda la existencia humana, toda la vida humana y tal vez todo el legado del hombre reposan sobre estructuras, dentro de un conjunto de elementos que están sometidos a relaciones susceptibles de descripción, es como si el hombre dejara de ser sujeto de sí mismo para ser al mismo tiempo sujeto y objeto. Se descubre que aquello que hace al hombre posible es un conjunto de estructuras que éste puede pensar y describir, pero de la que no es el sujeto ni la conciencia soberana. Esta reducción del hombre a las estructuras que lo circundan, me parece característica de todo pensamiento contemporáneo; de esta forma, hoy la ambigüedad del hombre como sujeto y objeto ya no es una hipótesis fructífera ni un tema fructífero de investigación»/13.

Como sin embargo el verdadero tema de Foucault es el «poder» de corte nietzscheano (y su hazaña es la de ser un nietzscheano estructuralista o un estructuralista nietzscheano), el concepto de dominación sin sujeto parece así liberado de la antigua tesis de la burocratización. Donde todo es «poder» y ya nada es «sujeto», se agotan también las antiguas teorías subjetivas de la dominación, para las cuales el «poder» es impensable sin un sujeto-poder, a cuya voluntad el «poder» puede ser asimilado. Obviamente, Foucault no se muestra satisfecho con esto, ya que admira a Nietzsche y la «voluntad» se mantiene relevante para él. Con todo, la voluntad es al mismo tiempo un compañero perdido que, al expresarse, sólo puede ejecutar «funciones» de la «estructura», sea ésta o no su «voluntad». De la misma manera que la voluntad, expresada en «deseos», está en todas partes, así también el «poder» está en todas partes como estructura sin sujeto, en cuyas formas exclusivamente puede expresarse la voluntad. Foucault intenta rastrear esta inevitable constelación hasta los más ínfimos poros de la psiquis en la «microfísica del poder» –éste es también el título de una de sus colecciones de ensayos.

Con esto, sin duda, la praxis emancipatoria cae definitivamente en la desesperación. O mejor aún: el vínculo entre praxis y fundamentación teórica se rompe aparentemente de forma definitiva. Actuar a pesar de la teoría: éste es el lema explícito o implícito. El propio Foucault se unió apasionadamente al Grupo de Información Penitenciaria (GIP) y se implicó en las revueltas de los presos. Llevaba por así decir una doble vida como «profesor de historia de las ideas» en el College de France en París y como «enemigo de la normalidad» (a través también de su propia situación como homosexual). El dilema de Foucault no es sin embargo únicamente personal ni puramente el mismo del estructuralismo, sino que más bien se asemeja irónicamente al del adversario «humanista» y existencialistas tan duramente criticado. Aquí se incluye también la Teoría Crítica. Al fin y al cabo, Foucault se expresó de forma positiva incluso con relación a Adorno.

La praxis sin esperanza, sin mediación e incapaz de ser fundamentada es una consecuencia universal de este sistema de ideas, sin hablar del resto de los antagonismos. Los estructuralistas habían frecuentado juntos la escuela de las teorías del sujeto (marxismo, existencialismo, fenomenología, Teoría Crítica). Sus ataques al humanismo ideológico fueron siempre también una discusión interna. En este sentido, el propio estructuralismo es una forma decadente del pensamiento ilustrado que se destruyó a sí mismo hasta la consecuencia última de la completa desubjetivización. Si para la Teoría Crítica ese proceso de desubjetivización aún es histórico –la extinción de una promesa o el colapso de la una realidad–, los estructuralistas admiten que jamás existió un sujeto en el sentido ilustrado.

Si incluso los llamados pueblos salvajes actúan dentro de estructuras sin sujeto, como la etnología de Claude Lévi-Strauss intenta demostrar, entonces la «estructura» es integral y ontológica, entonces puede haber «procesos diacrónicos» pero no propiamente historia. El concepto final alcanzado de dominación sin sujeto, por ser idéntico a la «muerte del sujeto» en general, destruye también al adversario hipotético de la dominación, el contra-sujeto emancipatorio. La idea de dominación sin sujeto es por tanto forzosamente idéntica a la separación definitiva entre teoría y praxis. El estructuralismo sólo llevó hasta sus últimas consecuencias el pensamiento ilustrado. Por eso el alarido furioso de Sartre y de los marxistas ortodoxos en Francia mereció tan poco crédito como el de los gestores del expolio de la Teoría Crítica en Alemania. Y por eso les fue posible a los afanosos lenguaraces académicos, a ejemplo de los artiodáctilos y rumiantes, regurgitar como una gran masa unitaria de pensamiento todas las teorías occidentales de la dominación y del sujeto desde el cambio de siglo y verterla en la tolerante hoja en blanco.

Al concepto de «estructura» corresponde el de «sistema», sea como sinónimo, sea como principio del «conjunto de relaciones [...] que se conservan y modifican independientemente de los contenidos por ellas unificados»./14

Aquí, el estructuralismo entra en contacto con la teoría de los sistemas, que se desarrolló a partir de la sociología positivista anglosajona, sobre todo de Talcott Parsons/15. En conformidad con el atajo anglosajón, la teoría de los sistemas tiene pocos pruritos y absolutamente ningún escrúpulo teórico-subjetivo en disolver el sujeto dominante y por tanto el sujeto en general en leyes cibernéticas del movimiento de los «sistemas». El funcionario público alemán Niklas Luhmann, elevado a la estatura de gran teórico, alumno de Parsons y uno de los más destacados teóricos contemporáneos de la teoría de los sistemas, parece incluso divertirse secretamente al describir en lenguaje protocolario el mundo social como una máquina de relaciones sin sujeto y considerar el punto de partida de la Ilustración como una ideología superada y precientífica.

«La teoría de los sistemas rompe con ese punto de partida y no tiene por tanto ninguna utilidad para el concepto de sujeto. Ella puede sostener, entonces, que cada unidad utilizada en este sistema [...] tiene que ser constituida por este mismo sistema y no puede mantener relaciones con su ambiente.»/16

El impacto de esta declaración sólo se vuelve claro al comprenderse que como «ambiente» de este sistema no se entiende otra cosa sino los actuales «sujetos», o sea, los hombres reales con su conciencia real, sus necesidades, sus deseos, sus ideas, etc.

«Obviamente, no afirmamos que pueda existir sistema social sin conciencia presente. Pero la subjetividad, la presencia de la conciencia, la radicación de la conciencia es concebida como ambiente del sistema social, y no como su autorreferencia.»/17

No carece de humor negro (involuntario) el que los sujetos humanos sean degradados a mero «ambiente» de su propio «sistema» social. El sistema no es nada más que el sistema de las relaciones entre los hombres que se ha vuelto estructuralmente autónomo de éstos. La historia puede ser entendida, a lo sumo, como la «diferenciación» cada vez más progresiva de los subsistemas del «sistema» ontológico llamado sociedad. La sociedad se torna cada vez más un «sistema de sistemas», con lo que, no obstante, la autonomización de las «autorreferencias» sistémicas, en oposición a la conciencia humana y subjetiva, se impone de forma tanto más inevitable. Como los sujetos sólo pueden pensar y obrar en relación con este «sistema de sistemas» y en el interior de sus respectivos subsistemas, permanecen desde el principio reducidos funcionalmente, en el plano de las relaciones «como tales», pensables sólo como sin sujeto. La «autorreferencia» del sistema es por tanto el proceso –vacío de sujeto– de avance, diferenciación y desarrollo en el plano de las relaciones sociales, que tienen que ser consideradas estructuralmente con independencia de los hombres reales que les sirven de base sólo como «ambiente». Este aburrido funcionalismo ya no se espanta ante la cabeza de Medusa de la ausencia de sujeto: él mismo ya es una./18.

El «sistema» siempre preexiste, no sólo en el macroplano, sino también en el microplano de la relación humana en general:

«Todo contacto social es concebido como sistema, inclusive la sociedad, en su condición de conjunto de consideraciones de todos los contactos posibles. La teoría general de los sistemas sociales tiene la pretensión, en otras palabras, de aprehender toda la esfera de objetos de la sociología y, en ese sentido, ser una teoría sociológica universal.» /19.

Bajo este prisma, la propia pareja hombre-mujer es un «sistema», al igual que el individuo soltero (como sistema para sí mismo en la robinsonada de su autorrelación social). Como el tormento de los dolores del sujeto desaparece con la total amputación de este miembro gracioso pero reseco, con toda inocencia se puede proponer un sistema inductivo de abstracciones a partir de la descripción banal de relaciones «sistémicas» en el micro y macroplano de la sociedad – una especie de oráculo de la sociología vacía de conceptos, en la que todas las relaciones imaginables ocurren bajo tipos ideales y pueden ser diferenciadas o «calculadas». Además del sujeto, se extingue todo concepto del conjunto de la sociedad.

Desde este punto de vista, o la «dominación» desaparece por completo o adquiere un significado enteramente nuevo. Si para Foucault ésta es todavía un adversario, aunque sin sujeto, inaprehensible e incontrastable, Luhmann a su vez ni siquiera llega a preguntarse: «Y de ahí?» Para la teoría de los sistemas, toda crítica de la dominación es tan absurda como una crítica de la circulación de la sangre o de la evolución. Como todo tipo de relación acarrea siempre, con necesidad lógica, un sistema de relaciones trascendente a los que se relacionan e inaccesible en su autonormatividad, aquello que hasta ahora parecía «dominación» puede ser también sólo una función indispensable de los sistemas. Y como los sujetos son siempre mero «ambiente» de sistemas, la dominación no puede ser más que un tipo de campo de fuerzas de sistemas, comparable tal vez a las relaciones gravitacionales de un sistema solar.

5.

El marxismo no sólo se mostró incapaz de permanecer inmune a los desarrollos del estructuralismo y de la teoría de los sistemas, con la excepción, por supuesto, de los ignorantes de los movimientos de agitación, sino que además hizo nacer en su propio terreno una variante teórica seudoestructuralista, que a su vez influyó sobre los proyectos no-marxistas (Foucault, por ejemplo). Como se sabe, fueron los trabajos de Louis Althusser los que produjeron tal avance. Althusser fue y sigue siendo, en muchos aspectos, un marxista tradicional (y también un marxista de partido dentro del PCF, aunque inconformista y opositor). Con la ayuda de las ideas «estructuralistas», sin embargo, intentó fundar una nueva lectura de Marx.

Ésta no se redujo sólo a un flirt con la terminología estructuralista, como Althusser intentó hacer creer más tarde/20, sino que fue un elemento plenamente genuino del «proceso» estructuralista y de la teoría de los sistemas dirigidos «contra el sujeto». El propio Althusser, ya en el texto Pour Marx escrito en 1965, señala como su objetivo «trazar una línea demarcatoria entre la teoría marxista y las formas del subjetivismo filosófico (y político) en las que se internó o que la ponen en peligro».21

El verdadero objetivo se muestra aquí aún velado por el concepto de «subjetivismo», muchas veces instrumentalizado por el vocabulario marxista medio –concepto éste que en sí no implica ninguna reflexión sistemática sobre el concepto de sujeto en general. Pero Althusser se volvió luego más explícito, como indican algunos ejemplos extraídos casi al azar de su obra:

«El proceso (o la dialéctica) sin sujeto de la alienación es el único sujeto reconocido por Hegel. En el propio proceso no hay sujeto: el proceso mismo es el sujeto, justamente por el hecho de no tener sujeto. [...] Se elimina, en lo posible, la teleología, y queda la categoría filosófica de un proceso sin sujeto asimilada por Marx. Este es el legado positivo más importante legado por Marx y Hegel: el concepto de un proceso sin sujeto. Tal concepto da sustento a El Capital. [...] Hablar de un proceso sin sujeto implica sin embargo que la expresión 'sujeto' es una expresión ideológica.»/22.

Las consecuencias inferidas por Althusser para la «nueva lectura» de la principal obra de Marx (Lire le Capital, 1965, en colaboración con J. Ranciére, R. Balibar y otros) contienen los principales momentos del estructuralismo e incluso de la teoría de los sistemas, como nos lo aclara el resumen en cierto modo inadecuado de Günther Schiwy. Según éste, el marxismo tendría que asimilar un conocimiento esencial, el de que:

«El hombre no está en el centro del mundo y ni siquiera en el centro de sí mismo, pues tal centro no existe. No obstante, esto confirma la desconfianza marxista ante toda concepción humanista del hombre y ante el concepto de homo oeconomicus, como si el hombre fuese el sujeto y el motivo de la economía, y el concepto de homo historicus: el hombre como sujeto y objeto de la historia mundial. En verdad, los verdaderos sujetos de la actividad económica no son los hombres que poseen empleos, y tampoco los funcionarios que distribuyen cargos, y mucho menos los consumidores, sino las condiciones de consumo, distribución y producción. Tales condiciones forman un sistema complejo, a cuyas estructuras el hombre es extraño, pero que lo determinan hasta los menores detalles. Sólo el equívoco ideológico y humanista convierte este conocimiento científico en la ilusión de la indispensable interioridad del hombre, que determina el curso de las cosas.»/23

Resta saber cómo Althusser armoniza esta interpretación con posiciones «revolucionarias». En realidad, con la exclusión del sujeto, Althusser alivió al marxismo de la vieja crítica de la dominación. ¿Acaso deseaba algo más? El estructuralismo no excluye de ninguna manera «procesos diacrónicos» y la teoría de los sistemas permite perfectamente cambios, crisis e incluso transformaciones sistémicas. Sólo que éstas, de acuerdo con su esencia, están tan desprovistas de sujeto como el «funcionamiento» y el movimiento de los propios sistemas. Es exactamente en este sentido como entiende Althusser su reinterpretación del marxismo. Él supera el marxismo no con un paso adelante, esto es, a través de una asimilación sistemática de la crítica del fetichismo, y tampoco enfrenta al supuesto adversario, sino que más bien absorbe en su núcleo, sin modificaciones, todo el marxismo del movimiento obrero, aunque ahora plasmado en una nueva forma «normativa» de movimiento estructuralista y sin sujeto/24. Todo está ahí, como antes: la burguesía, el proletariado, la lucha de clases, los intelectuales fluctuantes. Sólo que ahora ya no se trata de sujetos autónomos sobre el ring histórico, sino justamente del «funcionamiento» de un proceso contradictorio sin sujeto. Todos actúan como deben actuar según su «función sistémica». Althusser no se atreve siquiera una vez a tocar inocentemente el famoso «instinto de clase» del proletariado. La burguesía ejecuta las funciones sin sujeto de la conservación del sistema, el proletariado ejecuta (ya que se trata de un proceso sistémico contradictorio) la función contraria y sin sujeto de la crítica al sistema, y así se desarrolla la lucha de clases igualmente sin sujeto como resultante sistémica. El resultado final de este «proceso sin sujeto» sólo puede ser la transformación sistémica –obviamente sin sujeto– en el socialismo, que a su vez constará entonces, para nuestro asombro, de (otro) sistema sin sujeto.

Hechas las cuentas, la construcción de Althusser parece sumamente insatisfactoria. El hecho de no haber constituido una renovación del marxismo, sino más bien su enterramiento fue algo que pronto se reconoció. En verdad, el marxismo vivió siempre de la ideología ilustrada del sujeto autónomo a priori. Amputarlo y continuar desenredando el antiguo ovillo era una empresa condenada al fracaso. El monstruo desdentado que quedó no puede ser la novia radiante de la renovación humana. Sin embargo, no sólo el énfasis revolucionario del marxismo tenía que escaparse con la interpretación estructuralista como el aire de un globo pinchado, sino que también toda la práctica justificativa le fue arrebatada contra la propia intención de Althusser. De hecho, si tanto la lucha de clases como el propio socialismo anhelado son simples «procesos sin sujeto», ¿quién podrá garantizar un contenido humano y los resultados guiados por las necesidades humanas? Los comunicados del «frente de construcción socialista» en el este y de la praxis de los «movimientos de liberación» en el sur se volvían cada día peores y más alarmantes. Althusser fue apenas uno de los muchos enterradores del marxismo que, en Francia, pondrían luego manos a la obra de manera mucho más abierta y menos contrita.

Como ya ocurriera con los estructuralistas en general, la antigua ideología del sujeto se alzó también, con todas sus variantes, en contra de su destrucción por la interpretación de Althusser. Pero ni las reprimendas del Partido, que temía un «entierro del compromiso revolucionario», ni las polémicas de Sartre o Alfred Schmidt pudieron ya detener, una vez iniciado, el proceso teórico de la destrucción del sujeto ilustrado. Tales tentativas eran tan inútiles como la discusión análoga entre Jürgen Habermas y Niklas Luhmann, por ejemplo/25. Como se ha dicho, las teorías occidentales del sujeto hacía mucho que se habían destruido y revelado a sí mismas las aporías del concepto de sujeto como «Dialéctica de la Ilustración». El estructuralismo y la teoría de los sistemas no hicieron más que deducir las consecuencias que estaban en el aire. Así fue como la larga historia del sujeto occidental llegó a su definitivo fin.

En realidad, resulta difícilmente impugnable el profundo contenido de verdad de los conceptos «sistema», «estructura» y «proceso» sin sujeto con relación a la empiria observable de las relaciones burguesas de la modernidad tardía o «posmodernas». El estructuralismo dice solamente lo que de hecho es así, o sea, lo que aparece como realidad. Los ideólogos humanistas e ilustrados del sujeto, inclusive el marxismo, no cuestionan el «caso» superficialmente, sino que quieren criticarlo. Su punto de vista es sin embargo bastante precario, pues tienen que aceptar un sujeto apriorístico que «se olvidó» de que así es y de lo que creó. La lira de este concepto de sujeto entona siempre la misma canción: se ha de restablecer una conciencia que se perdió de la hechura subjetiva de los procesos sociales. Esto es en verdad el más despreciable rousseaunismo, puro siglo XVIII, mal enriquecido en su superficie con los resultados de las ciencias modernas y los saldos de la crítica de la economía de Marx. El pensamiento ilustrado es fundamentalmente incapaz de imaginar la «hechura» de «algo» sin un sujeto preexistente de esta acción; una acción sin sujeto no le parece sólo monstruosa, sino también una imposibilidad lógica. El hecho de que aquí, en la sociedad existente, algo gira en falso, le es de algún modo consciente (sobre todo en su variante marxista); pero por cierto se ha de tratar de un «error», que a su vez fue causado subjetivamente, o sea, por la «voluntad de explotación» o por la «voluntad de poder» de los dominantes. Los sólidos argumentos del estructuralismo y de la teoría de los sistemas concluyen que la aceptación de este sujeto apriorístico es «metafísica» inconsistente, que ese sujeto jamás existió ni podrá existir de acuerdo con la lógica.

Esta posición es sólida, pero también irremediablemente afirmativa. Vierte agua sobre la ebullición de toda la crítica social. Contra ella nada pueden ni la desesperada «praxis a pesar de la teoría» de Foucault ni el vaporoso proyecto «secundario» de la lucha de clases de Althusser. Esta era también desde hacía mucho tiempo la posición de la Teoría Crítica. Por otro lado, la praxis social del «sistema» moderno, que se ha convertido en un sistema mundial directo, es más que nunca digna de crítica o, para decirlo todo, insostenible. Es manifiesto que ese «todo sistémico» –a la par, irónicamente, de la ideología crítica del sujeto– llega a su fin histórico cada vez más catastrófico.

La praxis crítica y revolucionaria tiene que ser, sin embargo, fundamentable y por tanto fundamentada nuevamente. Los movimientos prácticos, los partidos y las sectas marxistas (como por ejemplo el antes citado «Grupo Marxista») «pensaron por inercia», durante años, de una forma teóricamente ignorante. No comprendieron ni superaron el desarrollo teórico y sus resultados, pero o bien no los tomaron en cuenta o bien simplemente los descartaron como «falsos» o «absurdos». Todo parecía tan «simple»: los hombres sólo tenían que seguir sus «intereses» o ser empujados a ello; la «praxis» parecía ante todo fundamentable a partir de sí misma. La pena para esa ignorancia infundada es justamente el fracaso práctico –y esto de forma definitiva. El hecho de que todos los antiguos marxistas y sus organizaciones, revistas, etc., sacudidos por el colapso del este europeo, murieran como las moscas en otoño tiene en sí algo de liberador. La más reciente «crisis del marxismo», proclamada ya a mediados de los años 60 por Althusser, fue en verdad la última.

Si hoy existe todavía la posibilidad de un pensamiento de crítica social y de una praxis trascendente (no a partir de reacciones ideológicas obstinadas, sino porque la praxis clama por ello), y si esto tiene que ser realizado echando mano de la insoslayable teoría de Marx, el único camino posible es el que se interna por el «continente sombrío» de la crítica del fetichismo, que fue encubierto por el marxismo de corte subjetivo-ideológico. No por casualidad Althusser rechazó expresamente el concepto de fetichismo como «ideología» a ser descartada/26. Queda por probar en qué medida la readmisión sistemática del concepto de fetichismo posibilita, más allá del marxismo, la metacrítica de la modernidad burguesa, o sea, si se puede formular un concepto fundamentalmente distinto de conciencia social, capaz de romper efectivamente los grilletes técnicos del estructuralismo y de la teoría de los sistemas, y no sólo de ofrecer una nueva infusión, diluida hasta la insipidez, de la metafísica rousseauniana e ilustrada de la subjetividad a priori. Sólo entonces la crítica de la dominación sería nuevamente fundamentable, y sólo entonces sería posible una rehistorización del movimiento estructural sin sujeto de base aparentemente ahistórica.

6.

En rigor, esto es, sin las reducciones del marxismo ilustrado y subjetivo-ideológico, el concepto de fetichismo de Marx contiene una crítica al menos tan fuerte de la metafísica ilustrada y a priori del sujeto como la iniciativa estructuralista y de la teoría de los sistemas. Una crítica completamente diferente, sin duda, que en lugar de ser afirmativa es revolucionaria. En la medida en que Althusser no tiene en cuenta esto y atribuye precisamente el concepto de fetichismo a la interpretación humanista y subjetivo-apriorística del marxismo, rechazándolo de una sola vez, destruye para sí mismo cualquier esbozo de solución crítica y acaba forzosamente en el callejón sin salida del estructuralismo.

No es por azar que el concepto de fetiche se proponga a partir de la analogía con las relaciones premodernas, aunque tampoco se trate de una simple analogía. Con él se designa aquella identidad de la historia humana que une la premodernidad y la modernidad burguesa en el continuum de la «prehistoria» (Marx), siendo que sólo más allá de ésta comienza la «verdadera» historia del hombre. Esta declaración de Marx, tan oscura como sorprendente, sólo se puede aclarar sobre el telón de fondo de la crítica del fetichismo, que es incompatible con la metafísica ilustrada del sujeto. Si la propia modernidad integra la «prehistoria», entonces forma parte, juntamente con sus formas subjetivas, de un proceso que de hecho se mantiene inconsciente en el plano de la determinación social de la forma –aunque no como imposibilidad lógica de la conciencia general en ese plano, sino como un proceso del devenir en el cual sólo se puede constituir la autoconciencia social después de una larga y dolorosa historia evolutiva. Esta constitución está frente a nosotros y se manifiesta en la superficie social como revolución contra la forma-mercancía, o sea, contra la última y más elevada constitución del fetiche de la prehistoria humana, cuya insuficiencia práctica rompe el horizonte del fetichismo en general.

A partir de esta idea básica cabría desarrollar una nueva estrategia teórica de doble acción, tanto contra el estructuralismo o la teoría de los sistemas como contra el pensamiento ilustrado de cuño humanista y subjetivo-apriorístico; en este sentido, sería posible también elaborar la identidad interna de estos dos antagonistas como formas de ascenso y declive del pensamiento teórico en la modernidad burguesa. Ambos son igualmente incapaces de una crítica de la forma mercancía fetichista como tal, o sea, de su manifestación en última instancia como dinero. El humanismo ilustrado del sujeto permanece ciego ante la verdadera constitución fetichista sin sujeto de su sujeto metafísico y supuestamente «olvidado», que debe ser «reconstruido» eternamente en vano. El estructuralismo y la teoría de los sistemas renuncian a este propósito, sin comprender, no obstante, las premisas correspondientes, y mucho menos modificarlas. Perciben la constitución sin sujeto de la «prehistoria» actual, pero simplemente como lógica ahistórica de la socialidad, o incluso como identidad humana y constitución no-humana de sistemas (sin sujeto) vivos. Como, por ejemplo, en la afirmación de que los «procesos complejos están caracterizados por el azar, la no-linealidad y la contradicción: y el nexo entre mutación y evolución, entre desvío e innovación, es el fundamento de la vida (o sea, del desarrollo de la célula al de la sociedad) (!) [...]»/27

La reducción de la historia a historia natural ciega, a una ausencia de sujeto, y mutante «de la célula a la sociedad», se remonta en cierto modo a los orígenes de la sociología moderna de Comte y Spencer, es decir, a una consideración seudobiológica en la cual las relaciones naturales y sociales «de la vida» son tratadas como estructuralmente idénticas, de manera que cualquier diferencia fundamental entre la sociedad (el hombre) y la naturaleza puede ser denunciada como «estrechamente humanista» (Luhmann). La diferencia es que el estructuralismo y la teoría de los sistemas incluyen el proceso de desarrollo de las sociedades modernas y sus sistemas de conocimiento, y por eso son mucho más elaborados/28. Con todo, también Marx habla de la «historia natural» de las actuales formaciones sociales históricas bajo la influencia de la modernidad, aunque no en una acepción afirmativa, sino en un sentido crítico-revolucionario: a saber, como una condición superable y a ser superada prácticamente, y con cuya superación se alcanza aquel «fin de la prehistoria».

Esta perspectiva sólo es posible porque Marx, a pesar de la ausencia de sujeto comprobable en el plano de la determinación social de la forma, no cae en la despreciable equiparación de leyes sistémicas absurdas «de la célula a la sociedad», sino que antes bien propone una distinción entre «primera» y «segunda naturaleza». Tal distinción es decisiva para la historización crítica, con base en un metanivel, de «leyes naturales de la sociedad» aparentemente ahistóricas. El concepto de fetichismo es la clave para la comprensión de este nexo.

La «segunda naturaleza» significa que la socialidad de los hombres, elemento de su esencia, se constituye y se presenta, de manera análoga a la primera naturaleza, como una esencia que les es externa, ajena y subjetivamente no integrada. De hecho, se trata de una constitución sin sujeto puesta en movimiento por la acción y actividad de los hombres, aunque actúe simplemente como función de un proceso sin sujeto –exactamente como exige la jerga de la teoría de los sistemas. La comparación con otros sistemas vitales es natural, ya que prácticamente todas las poblaciones biológicas posibles se comportan, se diferencian y se desarrollan «sistemáticamente» (por ejemplo, sociedades de animales o plantas, sistemas celulares, etc.), sin que se suponga un sujeto en el sentido ilustrado.

Con todo, existe ya aquí una ignorancia fundamental por parte de la teoría de los sistemas, pues la analogía no es una identidad, o sea que primera y segunda naturaleza no pueden ser equiparadas de ninguna manera. El hecho de la constitución sin sujeto, de procesos sin sujetos y de formaciones sistémicas en el plano de la segunda naturaleza no es simplemente historia natural, sino una historia de segundo orden, una historia elevada a potencia. Su supuesto es que el hombre se libera de la mera historia biológica y natural de primer orden. Al mismo tiempo, la constitución sin sujeto del segundo orden es ante todo la condición de posibilidad de tal liberación.

El hombre se libera de la primera naturaleza (y así se opone a ella, aunque permanezca como una de sus partes integrantes) al desembarazarse del instinto de los animales. Él es el animal sin instintos (he aquí, en todo caso, el momento de verdad de la teoría de Arnold Gehlen). Con ello, sin embargo, se impone la necesidad de conciencia como subjetividad frente a la primera naturaleza. Lo que diferencia al peor maestro de obras de la mejor abeja, dice Marx en un pasaje famoso, es el hecho de que la construcción de aquél tiene que pasar antes por su cabeza. Así, el hombre se opone a la primera naturaleza como sujeto, pero sólo es capaz de esto como hombre, es decir, como ser social. En cuanto tal ser social, sin embargo, está constituido en la ausencia de sujeto, justamente como constitución de segundo orden sin sujeto. Esto sólo quiere decir que el hombre no se creó directamente como sujeto social ni fue creado por un dios-sujeto, sino que sólo pudo surgir sin sujeto como animal liberado. Nació como sujeto frente a la primera naturaleza, pero necesariamente no sabe quién es; sólo sabe y tiene conciencia de aquello en que se convirtió, esto es, en un ser u organismo de segundo orden.

La diferenciación frente a la primera naturaleza, la formación del hombre como sujeto en oposición a ella, es por sí misma necesariamente sin sujeto. El ser social «surgido» y no creado sólo pudo ver la luz como sistema de segundo orden sin sujeto. Esta ausencia de sujeto de segundo orden es el precio inevitable para el devenir del sujeto frente a la ausencia de sujeto de primer orden –ausencia ésta absolutamente natural y biológica. «Surgen» por tanto sistemas de segundo orden sin sujeto, sistemas simbólicos (códigos) del ser humano surgido y por surgir. Es esto precisamente, en esencia, la constitución del fetiche. Incluso los primeros grados de desarrollo no tienen ya nada que ver con los sistemas de la primera naturaleza. En una consideración superficial, los sistemas totémicos, a través del criterio de la «consanguinidad», pueden parecer estrechamente ligados a la primera naturaleza. Pero los animales, como mucho, no forman más que parejas o grupos guiados por el instinto (y no simbólicamente regulados); incluso el joven sexualmente maduro (o púber) rompe relaciones con sus progenitores. El sistema de consanguinidad es ya un sistema simbólico de segundo orden, imposible de ser fundamentado biológicamente. Según todo indica, se trata de la más antigua constitución del fetiche humano.

Sería una tarea por separado investigar la secuencia y diferenciación históricas de los sistemas de fetiche. La historia, bajo este aspecto, ya no es definida de modo omnicomprensivo como «la historia de las luchas de clases» (como corresponde aún al estadio de conocimiento del Manifiesto Comunista), sino como «la historia de las relaciones fetichistas». Las luchas de clases (y otras formas de confrontación social) obviamente no desaparecen, sino que son rebajadas a una categoría interna de algo jerárquicamente superior, a saber, la constitución sin sujeto del fetiche y de sus respectivos códigos o leyes funcionales. La forma-mercancía, convertida en forma social de reproducción en la figura del capital, es así la última y la más elevada forma-fetiche, capaz de ampliar hasta el extremo el espacio de la subjetividad en relación con la primera naturaleza. Sólo en el terreno de esta constitución-fetiche secularizada/29 –depurada de toda religiosidad, que asume un carácter sistémico omnicomprensivo y se desenvuelve hasta llegar al verdadero «sistema mundial» (Immanuel Wallerstein)– pudieron surgir los conceptos de «estructura» y «sistema».

Así como según Marx la anatomía del mono tiene que ser explicada a partir de la del hombre, y no a la inversa, la naturaleza de la constitución del fetiche sólo puede ser inferida a partir de su más alto grado de desarrollo, del fetiche de la mercancía como fetiche del capital; sólo en este grado, se vuelve reconocible y al mismo tiempo obsoleta. Se puede reconstruir, a partir de la constitución y la crisis del fetiche secularizado, el modo por el cual se creó un nexo a espaldas de los sujetos activos sobre la base de efectos involuntarios de acciones aisladas, nexo éste que se consolida «en sistema» y crea tanto códigos como regularidades que nadie jamás «imaginara» y que, por tanto, no nacen de ningún acuerdo consciente. Con ello se destruye también definitivamente el proyecto rousseauniano del «contrato social», que en el debate contemporáneo sobre la contención de la crisis de la forma-mercancía goza de una supervivencia fantasmagórica y aún sirve de alimento a la proliferación conceptual inmanente e ilusoria (sobre todo de las izquierdas decrépitas).

–fin de la primera parte–

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NOTAS

1. No deja de ser interesante que el egoísmo utilitario también sea afirmado con signos inversos por los adversarios del marxismo. Especialmente los ideólogos liberales y neoliberales orientados radicalmente al mercado consideran evidente que, a «nosotros, hombres», nos es «congénito» un egoísmo axiomático: y desde la «fábula de las abejas» (1705) de Bernard de Mandeville y la «invisible hand» de la teoría de Adam Smith (1776), la suma social del egoísmo de la utilidad privada equivale al bienestar público o «bien común».
2. Josef Esser, Gewerkschaften in der Krise, Frankfurt, 1982, p. 226.
3. MSZ 4/91 (última edición), «Der Fall MG», p. 8.
4. Facción del Partido Verde alemán [N. del T. portugués].
5. Verfassungsschutz, en el original. Organismo federal dependiente del Ministerio del Interior y encargado de evitar o poner fin a las llamadas ofensas a la Constitución de la República [N. del T. portugués].
6. «Der Aufbau des Kapital» (I). En: Resultate der Arbeitskonferenz, nº 1, Munich, 1974, p. 73.
7. Robert Michels, Zur Soziologie des Parteiwesens in der modernen Demokratie, 1911.
8. Max Weber, Wirtschaft und Gesellschaft[Economía y sociedad], Tubinga, 1972, p. 571 (primera edición, 1922).
9. Leon Trotsky. Die verratene Revolution [La revolución traicionada], 1936, p. 242.
10. Esto vale también para todos los esfuerzos posteriores, como por ejemplo los análisis de Ernst Mandel, quien jamás se libró de las limitaciones teóricas de su «maestro».
11. Max Horkheimer, Autoritärer Staat [El Estado autoritario], escrito a comienzos de 1940, Frankfurt, 1968, p. 35.
12. Una sinopsis de la génesis y de la irradiación teóricas es ofrecida por Günther Schiwy, Der franzosische Strukturalismus, Reinbek, 1969.
13. Michel Foucault, Von der Subversion des Wissens, Frankfurt, 1987, p. 14 s, (se trata de la cita de una entrevista concedida a Paolo Caruso en 1969).
14. Foucault, en una entrevista de mayo de 1966, citado por Schiwy, op. cit., p. 204.
15. El hecho de que Parsons haya sido alumno de Max Weber y haya desarrollado la teoría de este último en el medio positivista y pragmático del pensamiento anglosajón revela las mediaciones y los vínculos subterráneos en el proceso inmanente del ideario ilustrado occidental y apunta hacia el concepto de dominación sin sujeto.
16. Niklas Luhmann, Soziale Systeme. Grundriss einer allgemeinen Theorie, Frankfurt, 1991, 4ª edición, p. 51.
17. Luhmann, op. cit., p. 234.
18. «Mientras que la teoría, en lo que se refiere a conceptos y declaraciones de contenido, se escribió como por sí misma, los problemas de construcción me costaron mucho tiempo y reflexión», revela Luhmann en el prefacio de su libro Soziale Systeme (op. cit., p. 14).
19. Luhmann, op. cit., p. 33.
20. Cfr. Louis Althusser, Elemente der Selbskritik, Berlín, 1975.
21. Louis Althusser, Für Marx, Frankfurt, 1974, p. 11.
22. Louis Althusser, Lenin und die Philosophie, Reinbck, 1974, p. 65 ss.
23. Günther Schiwy, op. cit., p. 76 s.
24. Valdría la pena investigar en qué medida semejante concepción en última instancia plenamente «determinista» de El Capital no se hallaba ya presente (aunque sin la formulación metódica o metateórica) en la vieja socialdemocracia; en qué medida, por tanto, Althusser apenas habría elevado a un concepto sistemático la concepción marxista del antiguo movimiento obrero.
25. Cfr. Jürgen Habermas / Niklas Luhmann, Theorie der Gesellschaft oder Sozialtechnologie. Was leistet die Systemforschung, Frankfurt, 1971.
26. Cfr. Louis Althusser, Elemente der Selbskritik, op. cit., p. 63.
27. Helmut Willke, Systemtheorie, Stuttgart/New York, 1982, p. 10.
28. Sin embargo, también Comte –que considera la biología como «ciencia básica», a partir de la cual la ciencia social tendrá que «crecer»– habla de la tarea de la biología de las relaciones del órgano activo en un determinado ambiente (cfr. Auguste Comte, Die Soziologie. Die positive Philosophie im Auszug, 1933, p. 31).
29. Que la secularización del fetiche no deba ser equiparada necesariamente a una forma «más elevada» de conciencia, se revela como una notable ironía. Pues en la misma medida en que la supuesta «creencia religiosa» da lugar a la Ilustración, que sin embargo no se ilustra a sí misma, desaparece también la conciencia de sujeción externa del hombre. Si por un lado el sujeto de la Ilustración cree que sus acciones se descomponen en términos teóricos subjetivos y voluntaristas (y por tanto no percibe siquiera indirecta o fantásticamente transfigurada su propia determinación fetichista de la forma), los hombres premodernos, a su vez, por lo menos sabían que sus acciones como caudillos, príncipes y reyes no eran «autodeterminadas», sino más bien un ciego instrumento de «poderes celestiales».