La expropiación del tiempo
Después de la ruina de la utopía del trabajo, también ha fracasado la utopía del tiempo libre en esta sociedad que transformó el ocio en consumo acelerado de mercancías.
Robert Kurz
Los últimos años contemplaron el horrible nacimiento de una literatura sobre la categoría del tiempo. Programas de radio y piezas teatrales, seminarios académicos y hasta talk shows se sirven del tema; el tiempo se convirtió, en cierto modo, en una estrella de los medios. No es sólo la teoría científica de un Stephen Hawking, físico «pop star», lo que despierta interés, sino sobre todo el componente cultural y social del concepto de tiempo, cuya dinámica hace explícito un profundo malestar de la modernidad al tratar con nociones temporales. Este problema, aunque no sea nuevo, alcanzó al final del siglo XX una nueva dimensión. Tiempo, como se sabe, es dinero; por ello el tiempo cumplió siempre un papel decisivo en el capitalismo. Pero hoy la explotación de los recursos temporales parece haber llegado a su límite histórico, y es imposible evitar que el problema del tiempo, ahora acuciante, se insinúe en la conciencia social.
La reflexión filosófica decisiva sobre el concepto moderno de tiempo, válida hasta hoy, se encuentra en Immanuel Kant (1724-1804). Kant descubrió que el espacio y el tiempo no son conceptos que se refieran al contenido del pensamiento humano, sino que constituyen las formas a priori de nuestra capacidad de percibir y pensar. Podemos conocer únicamente el mundo bajo las formas de tiempo y espacio que están inscritas en nuestra razón, anteriores a todo conocimiento. Pero Kant define esas formas de tiempo y espacio de un modo absolutamente abstracto y ahistórico, válido igualmente para todas las épocas, culturas y formas sociales. Tiempo, para él, es «la temporalidad pura y simple», sin ninguna dimensión específica, ya que espacio y tiempo son «formas puras de la intuición». En la visión kantiana, por tanto, el tiempo es un flujo temporal abstracto, sin contenido y siempre uniforme, cuyas unidades son todas idénticas: «Tiempos diferentes son sólo partes del mismo tiempo».
Ciclos cósmicos
La investigación histórica y cultural ha descubierto desde hace mucho que esa definición de la experiencia y de la percepción del tiempo no es sostenible. Se reconoció, antes que nada, que las culturas agrarias premodernas no pensaban en un tiempo lineal uniforme, sino en un tiempo cíclico en ritmos temporales de constante repetición, regulados según los ciclos cósmicos y de las estaciones.
Si el tiempo es una forma inscrita a priori en la capacidad cognoscitiva humana, no es menos cierto que a esa forma subyace un cambio histórico y cultural. Las investigaciones más recientes sobre las diferentes culturas del tiempo han confirmado este descubrimiento. En todas estas culturas, no afectadas por la modernidad capitalista, el tiempo no sólo «transcurre» de modo distinto; aparte, existen formas completamente diferentes de tiempo que transcurren paralelamente y cuya aplicación varía de acuerdo con el objeto o con la esfera de la vida a la que se refiere la percepción temporal: «Cada cosa tiene su propio tiempo».
La revolución capitalista consistió esencialmente en desvincular la llamada economía de todo contexto cultural, de toda necesidad humana. Al transformar la abstracción social del dinero, antes un medio marginal, en un fin en sí mismo de carácter tautológico, la economía autónoma invirtió también la relación entre lo abstracto y lo concreto: la abstracción deja de ser la expresión de un mundo concreto y sensible, y todos los nexos concretos y todos los objetos sensibles cuentan tan sólo como expresión de una abstracción social que domina la sociedad bajo la figura reificada del dinero. La sujeción de las actividades culturales, hasta entonces concretas, a la abstracción del dinero fue lo que posibilitó convertir la producción en «trabajo» general abstracto, cuya medida es el tiempo. Sin embargo, ese tiempo ya no es el tiempo concreto, cualitativamente diverso según sus relaciones, sino el flujo temporal abstracto de la acumulación capitalista, como Kant ya presupusiera ciegamente.
Esta dictadura del tiempo abstracto, llevada a cabo por el mecanismo de la competencia anónima, creó para sí el correspondiente espacio abstracto, el espacio funcional del capital, separado del resto de la vida. Surgió así un tiempo-espacio capitalista, sin alma ni rostro cultural, que comenzó a corroer el cuerpo de la sociedad.
El «trabajo», forma de actividad abstracta y encerrrada en ese tiempo-espacio específico, tuvo que ser depurado de todos los elementos disfuncionales de la vida, a fin de no perturbar el flujo temporal lineal: trabajo y morada, trabajo y vida personal, trabajo y cultura, etc., se disociaron sistemáticamente. Sólo así fue posible que naciera la separación moderna entre horario de trabajo y tiempo libre.
Aunque ya no nos demos cuenta de ello, lo que se dice implícitamente es que el tiempo de trabajo es tiempo sin libertad, un tiempo impuesto al individuo (en el origen hasta por la violencia) en provecho de un fin tautológico que le es extraño, determinado por la dictadura de las unidades temporales abstractas y uniformes de la producción capitalista.
Tiempo muerto y vacío
A pesar de consumir la mayor parte del tiempo diario, la abrumadora mayoría de los que trabajan no sienten el tiempo de trabajo como tiempo de vida propio, sino como tiempo muerto y vacío, arrebatado a la vida como en una pesadilla. Desde el punto de vista del espacio y del tiempo capitalista, inversamente, el tiempo libre de los trabajadores es tiempo vacío y de ninguna utilidad.
Como este fin tautológico, que escapa a todo control, tiene como principio eliminar cualquier límite que lo contenga, existe en el capitalismo una fuerte tendencia objetiva a minimizar el tiempo libre o por lo menos a racionarlo austeramente. De ahí la paradoja de que las personas en el mundo moderno tengan que sacrificar mucho más tiempo libre a la producción que en las sociedades agrarias premodernas, a despecho del gigantesco desarrollo de las fuerzas productivas.
Este absurdo se revela tanto en el aspecto cuantitativo como en el cualitativo. En la Antigüedad y en la Edad Media, a pesar del nivel técnico inferior, el tiempo de producción diaria, semanal o anual era mucho menor que en el capitalismo. Como la religión tenía primacía sobre la economía, el tiempo de las fiestas y de los rituales religiosos era más importante que el tiempo de la producción; había innumerables días festivos, que en gran parte fueron abolidos en el camino de la modernización. Además, las sociedades agrarias de la vieja Europa se caracterizaban por enormes disparidades estacionales en el volumen de actividades. Las épocas más calurosas del año absorbían las tareas, dejando a la población campesina un invierno relativamente calmo, utilizado muchas veces para la celebración de las festividades privadas de las que nos dan noticia algunas canciones populares.
La población artesana de las ciudades estaba menos estructurada por las diferencias estacionales, pero en compensación sus días de trabajo en los talleres eran reducidos. Documentos británicos del siglo XVIII dan cuenta de que los artesanos libres trabajaban sólo tres o cuatro días por semana, según la voluntad y la necesidad. Era costumbre extender el fin de semana al lunes. La historia de la disciplina capitalista es también la historia de la lucha encarnizada contra ese «lunes libre», que sólo de a poco fue eliminado con penas draconianas y que aún se puede encontrar en algunas regiones en pleno siglo XX (hay peluqueros que lo mantienen hasta el día de hoy).
Todavía más evidente es la diferencia cualitativa entre tiempo de producción capitalista y premoderno. El nivel poco elevado de las fuerzas productivas del sector agrario redundó en muchos constreñimientos (por ejemplo, tradiciones limitadas y lazos de consanguinidad) y algunas veces en problemas de abastecimiento (por ejemplo, cosechas arruinadas). Pero el objetivo de la producción, incluso con medios modestos, no era un fin tautológico abstracto como hoy, sino el placer y el ocio. Este concepto antiguo y medieval del ocio no debe ser confundido con el concepto moderno de tiempo libre. Ello porque el ocio no era una parcela de la vida separada del proceso de actividad remunerada, sino que más bien estaba presente, por así decir, en los poros y en los intersticios de la propia actividad productiva. Mientras la abstracción del tiempo-espacio capitalista no había escindido aún el tiempo de la vida humana, el ritmo de esfuerzo y descanso, de producción y ocio transcurría en el interior de un proceso vital amplio y abarcador.
En un sistema de identidad entre producción, vida personal y cultura, aquello que hoy tal vez nos parezca formalmente una jornada de trabajo de 12 horas no significaba 12 horas de actividad tensa, bajo el control de un poder económico objetivado. Ese tiempo de producción estaba atravesado por momentos de ocio; había, por ejemplo, largas pausas, sobre todo para el almuerzo, que se extendían a horas de comida comunitaria, una costumbre que se preservó durante más tiempo en los países mediterráneos que en el norte, hasta ser obligada a ceder espacio al ritmo del flujo de trabajo abstracto de la industrialización capitalista.
La actividad productiva precapitalista, aparte de estar impregnada por el ocio, también se caracterizaba por estar menos concentrada, es decir que era más lenta y menos intensiva que hoy. En una actividad autodeterminada, sin la presión de la competencia, este ritmo moderado del acto productivo revela claramente la manera «natural» del comportamiento humano.
Hoy ya no conocemos ese modo de actuar; bajo la imposición silenciosa de la competencia de mercados anónimos, la jornada de trabajo moderna, degradada funcionalmente, se volvió cada vez más condensada; primero por la cadencia mecánica y, después, por el modo perfeccionado de consumir la energía vital con el auxilio de la llamada racionalización. Desde que el ingeniero norteamericano Frederick Taylor (1856-1915) desarrolló a comienzos del siglo XX la «ciencia del trabajo», empleada por primera vez a gran escala en las fábricas de automóviles de Henry Ford (1863-1947), los métodos de esta «racionalización del tiempo» no dejaron ya de ser refinados y se inculcaron profundamente en el cuerpo social.
Un joven neurótico
El carácter absurdo de esta concentración monstruosa del tiempo-espacio capitalista ya no es consciente para nosotros. Taylor era un neurótico que, cuando joven, contaba compulsivamente sus pasos. En Alemania, la concentración del tiempo de trabajo fue legitimada por la unión científica con los llamados «energéticos», cuyo líder, Wilhelm Ostwald (1853-1932), en cierto modo fundamentó filosóficamente la praxis de Taylor y Ford con un «imperativo energético».
Esta máxima dice sin rodeos: «¡No desperdicie energía, utilícela!», con total abstracción e independencia de las necesidades concretas. ¡Como el universo tal vez sucumba en diez millones de años a la completa entropía por falta de «energía libre», en rigor sería un desperdicio pasear «sin propósito» o permanecer mucho tiempo en el cuarto de baño! El carácter neurótico de este pensamiento, que representa la neurosis objetivada de la racionalidad empresarial y su lógica de la «economía de tiempo», parece llegar al límite de la paranoia al final del siglo XX.
En nombre de la tautología capitalista, esta lógica insensata tiene como resultado «condensar» cada vez más espacio en las unidades idénticas del flujo temporal abstracto. Se trata, por tanto, de un sistema de aceleración permanente y sin sentido. El estribillo universal sobre «nuestro mundo en rápida transformación» tiene como base una paranoia universal objetivada, que el filósofo Paul Virilio, con pertinencia, definió como «inercia a toda velocidad» y describió en sus paradojas: «Arrebatados por la fuerza monstruosa de la velocidad, no vamos a lugar alguno, nos contentamos con la tarea de vivir en beneficio del vacío de la velocidad».
Pero Virilio comete el mismo error de otros teóricos de la absurda aceleración desde el comienzo de la industrialización: en un inmediatismo equivocado, vincula la concentración del tiempo a la tecnología, sin tener en cuenta la forma histórica del tiempo-espacio capitalista. Sin embargo, no es la tecnología en sí la que dicta la necesidad de una aceleración vacía; se puede muy bien desenchufar las máquinas o hacerlas funcionar más lentamente. En realidad, es el vacío del tiempo-espacio capitalista, separado de la vida y sin lazos culturales, el que impone a la tecnología una estructura determinada y la transforma en un mecanismo autónomo de la sociedad, imposible de ser desconectado.
Vacío de la aceleración
La desproporción grotesca entre un aumento permanente de las fuerzas productivas y un aumento igualmente constante de la falta de tiempo produce en los propios espíritus acríticos cierto malestar. Pero, como la forma del tiempo capitalista parece intocable en el espacio funcional del trabajo abstracto, la esperanza de las personas en el siglo XX se concentró cada vez más en el tiempo libre, que, según teóricos como Jean Fourastié o Daniel Bell, tendría una expansión continua.
Esta esperanza, sin embargo, fue doblemente frustrada. Con la transformación del tiempo libre en un consumo de mercancías en crecimiento constante, el vacío de la aceleración fue capaz de tomar posesión de lo que aún quedaba de vida; las formas raquíticas de descanso fueron sustituidas por un hedonismo furioso de idiotas del consumo, un hedonismo que comprime el tiempo libre de la misma forma que, antes, el horario de trabajo. Por otro lado, esa misma lógica paranoica de la «economía (empresarial) de tiempo» transforma la ganancia de productividad de la tercera revolución industrial en una nueva relación desproporcionada. El resultado no es, como se esperaba, más tiempo libre para todos, sino una aceleración aún mayor dentro del tiempo-espacio capitalista, para unos, y un desempleo estructural masivo, para otros.
Desempleo en el capitalismo, sin embargo, no es tiempo libre, sino tiempo de escasez. Los excluidos de la aceleración vacía no ganan en ocio, sino que son definidos más bien como no-humanos en potencia. Así, después de la utopía del trabajo, fracasó también la utopía del tiempo libre. No es por medio de una expansión del tiempo libre orientado hacia el consumo de mercancías que el terror de la economía sin frenos puede ser contenido, sino solamente por medio de la absorción del trabajo y del tiempo libre escindidos en una cultura abarcadora, sin la saña de la competencia. El camino hacia el ocio pasa por la liberación de la forma temporal capitalista.