ROBERT KURZ - LOS ÚLTIMOS COMBATES (1996) / primera parte

ROBERT KURZ

LOS ÚLTIMOS COMBATES (1996) / primera parte

El Mayo parisino de 1968, el Diciembre parisino de 1995 y el reciente Acuerdo de Trabajo alemán

Texto original alemán en Krisis, nº 18. Erlangen: Horleman, Nuremberg, 1996. Versión portuguesa en Novos Estudos CEBRAP, Nº 46, S. Pablo, noviembre 1996. Traducción al portugués: José Marques Macedo. Traducción portugués-español: Round Desk.



Mayo del 68 en retrospectiva

¿Quién no se acuerda del Mayo parisino? Incluso el que no estuvo presente por haber nacido más tarde, lo recuerda sobre la base de los documentos de la historia, y hasta hoy Mayo del 68 vaga como alma en pena por la literatura. El Mayo parisino del 68, no el Mayo de Berlín o de Frankfurt, que fueron más bien un simulacro de Mayo. Francia, en realidad, fue sacudida en sus cimientos burgueses, y De Gaulle se arrojó a los brazos del general Massu, que ya no veía la hora de desplazar a París los tanques del ejército francés estacionados en Renania. La revuelta de los estudiantes, hecha estallar por un pequeño grupo de marxistas de izquierda, los llamados «situacionistas» de la Universidad de Nanterre/1, fue una verdadera chispa capaz de prender fuego a las estepas: las batallas en la Universidad, como es sabido, desencadenaron una colosal oleada de huelgas e innumerables ocupaciones de fábricas por los trabajadores. A diferencia del relativamente pálido movimiento del 68 en Alemania, el Mayo parisino parecía poner la cuestión de la emancipación social en el orden del día, y la base sindical estaba pronta para la confrontación social.

Del 3 de mayo al 30 de junio de 1968, el poder del sistema dominante pareció paralizado. Daniel Cohn-Bendit, ya entonces vanidoso a más no poder, aunque todavía no cretinizado a fuerza de democracia, escribió de un modo inflamado y virulento, parafraseando al Manifiesto Comunista:

• Con la construcción de barricadas, el movimiento revolucionario rompió el muro del silencio [...] Un fantasma recorre el mundo, el fantasma del radicalismo de izquierda. Todos los poderes del mundo antiguo se unen en una cruzada contra este espectro: el Papa y Kosygin, Johnson y De Gaulle, comunistas franceses y policías alemanes/2.

Comunistas franceses porque el Partido Comunista Francés (PCF), al estilo conocido de los partidos de izquierda occidentales, fue capaz de estrangular y canalizar el movimiento por la vía parlamentaria, con la ayuda de su influencia sindical. La posibilidad, refulgente durante un breve período histórico, de consumar en un país capitalista altamente desarrollado una transformación revolucionaria y una emancipación social se perdió de vista en el horizonte. Y visto desde la distancia histórica, no fueron solamente las maniobras burocráticas del PCF, ni las reacciones de la burguesía –por ejemplo, una nutrida manifestación de los comerciantes de clase media contra sus hijos a favor del monumento nacional De Gaulle– las que frustraron una subversión revolucionaria. Fue también una curiosa ceguera acerca de los objetivos del propio movimiento –ceguera que no puede ser explicada solamente por su espontaneidad, y a partir de la cual la fugaz posibilidad fue una vez más desviada hacia lo imposible.

Hubo por cierto muchas palabras que se pronunciaron sin lograr no obstante constituirse en verdaderos conceptos de una trascendencia en relación con el mundo burgués. Jacques Sauvageot, uno de los líderes estudiantiles, habló, por ejemplo de la «autogestión de las empresas por los trabajadores», de un «socialismo no autoritario», del «poder estudiantil», de «tradiciones anarquistas» y del «legado de las revoluciones francesas del siglo XIX»/3. Hubo también el momento de una rebelión romántica contra el «trabajo»: «Debajo de la calzada está la playa» –un estribillo repetido a cada instante–; «autoorganización» –¿pero de qué y en qué calidad social?–. En retrospectiva, salta a la vista que la radicalidad (a semejanza de las revoluciones de la modernización burguesa de recuperación en el Este y en el Sur) se refería más a las formas de organización y proceso políticos que a la cuestión de una deseada reproducción no-capitalista de la sociedad.

La crítica radical de los situacionistas a la forma de reproducción social del fetichismo de la mercancía siguió siendo, como problemática de la crítica, un programa minoritario. Este programa se infiltró a lo sumo indirectamente en las declaraciones del movimiento y fue entonces comprendido, si lo fue, en un sentido sólo culturalista. ¿Habrá sido un malentendido? Tal vez únicamente en parte. De hecho, las formulaciones de los situacionistas solían sonar antes como cultural-revolucionarias que como críticas de la economía en un sentido estricto. Ambas no eran necesariamente excluyentes; muy por el contrario, formaban parte del mismo todo. Mientras tanto, seguía abierta la cuestión de en qué medida una emancipación de las constricciones de la relación totalizada, dinero-mercancía, podía ser puesta en práctica sin negar los potenciales de las fuerzas productivas modernas. No había mediación alguna, solamente el gran gesto.

Con mayor razón, la voluntad del espontáneo movimiento trabajador francés del 68 no superaba el horizonte de la socialización por la mercancía, por no hablar de la evocada tradición de «las revoluciones francesas del siglo XIX». El «ganar dinero», esa actividad propia de la burguesía, no fue cuestionado en serio por la mayoría de los integrantes del movimiento, esto es, no lo fue desde la perspectiva socioeconómica, sino, en la mejor de las hipótesis, de forma metafórica y culturalista. Así, el hecho de que el movimiento de masas haya desembocado en la instancia parlamentaria y en el deplorable plano sindical de exigencias de un «salario justo por un día justo de trabajo» fue sólo el resultado de una limitación inmanente del propio movimiento. Lo que por última vez estuvo en cartel en el Mayo parisino fue la eterna película de los movimientos revolucionarios «socialistas» y «proletarios» de Occidente: un breve avance rumbo a un horizonte desconocido, para luego ser compelido por la masa inerte de la conciencia monetaria a regresar a la forma de la circulación burguesa, cuya incesante reforma queda como el único y exclusivo objetivo lastimosamente inmanente.

Este proceso paradigmático, estilizado por los radicales de izquierda como la historia heroica de las derrotas, indica, en verdad, el carácter intrínsecamente burgués de la propia intención cuya forma es revolucionaria. La primera, segunda, tercera, cuarta y quinta insinuaciones de la razón ilustrada y modernizadora de la burguesía, de la revolución burguesa y su vanguardia jacobina, sólo son capaces, aunque bajo un ropaje marxista o anarquista, de recorrer las mismas estaciones en una versión cada vez más tenue, como las órbitas astronómicamente determinadas de los cuerpos celestes, cuyo modelo suministró, por otra parte, el concepto moderno de revolución (tomado en préstamo de Copérnico).

Cuanto más desarrollada una sociedad moderna productora de mercancías, determinada por el movimiento de valorización de la moneda, menos carece para su posterior historia evolutiva de la vanguardia jacobina, que se vuelve disfuncional como un apéndice intestinal y degenera así, sea cual fuere la forma de legitimación ideológica, en una especie de síntoma folclórico de los impulsos de modernización. El Mayo parisino de 1968 significó tal vez una breve ojeada al cuarto prohibido, pero enseguida la puerta se cerró y, deprisa, los turistas revolucionarios fueron conducidos a las antiguas dependencias originarias de la revolución burguesa. No faltó siquiera la propina.

En fin, el Mayo parisino no fue capaz de sostener y desarrollar su nueva idea de emancipación social más allá de la sociedad occidental y capitalista. El rastro luminoso de los situacionistas se disolvió rápidamente y apenas fue conocido por el movimiento alemán del 68. En su lugar, las miradas se dirigieron cada vez más hacia los lugares donde el antiguo proceso parecía aún joven y vigoroso: el Tercer Mundo. La solidaridad con los movimientos de liberación antiimperialista no se efectivizó en nombre de una transformación más allá del sistema productor de mercancías, de cuyo contexto los retrasados históricos estarían, además, excluidos, sino justamente al contrario: la revolución burguesa-recuperadora del Tercer Mundo fue elevada a modelo, puesto que a su brillo era perfectamente posible calentarse a la manera seudojacobina. De hecho, cuanto más subdesarrollada es una sociedad productora de mercancías, cuanto más obligada está a luchar, bajo el signo de una modernización tardía, por su autoafirmación económica contra las corrientes que le tomaron la delantera en el terreno de ese mismo modo de producción y en su forma de intercambio global (mercado mundial), tanto mayor es la importancia de la vanguardia jacobina, sea cual fuere la configuración ideológica.

Se repitió, por tanto, la paradoja histórica según la cual la conciencia (de acuerdo con la propia comprensión que tiene de sí misma) del movimiento revolucionario en las sociedades modernas más desarrolladas en términos capitalistas, se convirtió en un simple reducto de la conciencia de una revolución burguesa de recuperación en las sociedades menos desarrolladas dentro de los moldes capitalistas. Tal como en el caso del antiguo radicalismo occidental de izquierda, que no fue más allá del papel de hijo menor de la Revolución de Octubre, así también ocurrió con el radicalismo de la nueva izquierda en relación con los movimientos de liberación del Tercer Mundo. Como resultado, el propio impulso romántico trocó la crítica del «trabajo» por el romanticismo de la lucha armada y sus símbolos, que en los escenarios originales no eran más que el signo del «trabajo» y de su historia evolutiva de recuperación, como luego se pondría de manifiesto en todas partes por el carácter represivo del nuevo régimen. Cuando emergió a la superficie el rostro deforme y nada romántico de la modernización tardía y de la operación estatal de «valorización» del Tercer Mundo, la inteligencia del 68 buscó abrigo, llorosa, en el regazo maternal y burgués del Occidente democrático. La conversión hipócrita de una forma represiva en una forma libertaria sólo puede desembocar, en Occidente, en la libertad de mercado del sujeto competidor individualizado.

En 1968, Cohn-Bendit hacía gala de que él y sus iguales podían servirse de las leyes del mercado de forma soberana, en su condición de radicales de izquierda antiautoritarios: «¿Por qué aceptamos la sugerencia de escribir este libro? Para pagar en la misma moneda, para dirigir las leyes del mercado de esta sociedad contra ella misma y pronunciar por fin lo que hace mucho [...] debía ser dicho/4». En la época, esto posiblemente fue escrito con un ojo puesto en las probables recriminaciones moralistas de que Cohn-Bendit se había vendido al editor burgués. Con toda certeza, sería ridículo rechazar la posibilidad de ingresar en la circulación burguesa con contenidos antiburgueses, toda vez que la circulación en la sociedad burguesa, en la cual el propio amor asume forma mercantil, es el único modo de intermediación en que las ideas pueden difundirse amplia y rápidamente. Pero el problema está en saber si las ideas poseen, de alguna manera, un sólido núcleo antiburgués o si pueden conciliarse con una praxis que sobrepase el sistema de la forma mercancía totalizada. Desde esta perspectiva, el movimiento del 68 fue condescendiente. He aquí la razón por la que Cohn-Bendit es hoy un idiota histórico de la economía de mercado –y no sólo él, como es bien sabido.

Al lanzar una mirada retrospectiva, el mediocre demócrata ecológico afirma que el 68 fue «la última revolución que no se había enterado aún del agujero de ozono». Con vistas a la fisonomía social de él y sus congéneres, podemos decir que el 68 fue la última revolución que aún pudo lograr ingresar en el funcionariado público. El Mayo parisino fue, inapelablemente, el postrer embate de la revolución civil-proletaria de la modernidad, el último estertor de un jacobinismo vuelto asmático, el extremo combate de la conciencia fundada en el «ganar dinero» que todavía podía difundirse bajo ropajes revolucionarios. Esta revolución puso un punto final al proceso, pues hace mucho ya que quedó superado su objetivo inmanente. Las revoluciones (en su forma-mercancía) que aún ahora se pregonan tienen lugar sólo en los textos publicitarios de un consumismo decrépito. La revolución política fue el camino del fetichismo, y el saldo no es nada romántico. El necio urbano, dedicado al consumo, y el investigador de brechas en el mercado triunfaron. El precio lo discutiremos después.

Tal vez todo esto suene un tanto injusto en relación con el Mayo parisino, que al fin de cuentas no podía saber adónde irían a parar sus protagonistas. Esto sólo es correcto en parte; por tanto, falso. El Mayo parisino tenía plena conciencia de que, en última instancia, él mismo se prohibía el acceso al cuarto prohibido. No sólo el Mayo parisino en un sentido inmediato, sino el movimiento antiautoritario como un todo. Es por ello que se entregó tan rápidamente a la credulidad autoritaria, primero a una autoridad socialdemócrata o bolchevista (aunque ésta no pasase de una mera fantasía carnavalesca), y después a la sujeción incondicional a la «autoridad» de las leyes impersonales del mercado. La forma de dominación incógnita de la democracia, en cuyo nombre ya se encierra la autorrepresión, fue más bien festejada en la fase antiautoritaria. En este sentido no es sorprendente que los «nuevos filósofos» a lo Glucksmann celebrasen por fin un capitalismo occidental despojado de historia en escritos propagandísticos superficiales, que no obstante osaban proclamarse «filosofía»; del mismo modo que no sorprende el hecho de que Cohn-Bendit y sus secuaces formen hoy parte de una clase política a la que antes combatían.

Detrás de esa juventud rebelde de clase media y, obviamente, también de los trabajadores, se ocultaba un sólido núcleo pequeño-burgués. Petit bourgeois son todos los que se toman por una especie de vendedor ambulante y son incapaces de imaginar que la compra y venta de sí mismo algún día tendrá fin –en suma, literalmente todos. Que el «burgués» se oculte como tal en la forma-mercancía totalizada por el capitalismo es algo de lo que los combatientes de las barricadas del 68 no quisieron tomar conciencia. Esto no era sólo ignorancia o desconocimiento, sino un rechazo consciente de la posibilidad de hacer declaraciones concretas sobre la superación de las relaciones fundadas en la mercancía y proponer los medios prácticos y palpables para alcanzarla. Y tampoco fue solamente la conciencia de que los trabajadores rechazarían esa idea «monstruosa», ya que éstos lo habrían hecho con toda certeza (inclusive los ocupantes de las fábricas). A pesar de toda la retórica romántica contra el «trabajo» y a favor de «la playa debajo de la calzada», en la mayoría de las cabezas del 68 la ley férrea del dinero permaneció intacta en su validez. En cuanto a esto, el embotamiento sindical era generalizado. El rumbo tomado por el impulso francés, sobre todo en Alemania, es puesto en evidencia por la absurda composición del nombre de una antigua revista de la izquierda antiautoritaria de Frankfurt, llamada Pflasterstrand («Playa-calzada»); no por azar, nacieron de esta asociación la principal facción de los «realos» del Partido Verde/5 y los simpatizantes «urbanos» de la economía de mercado.

Sin embargo, ya en aquella época la negación consciente de la idea de tomar en serio la crítica y la superación práctica del fetichismo de la mercancía fue ideologizada y elevada a principio. Sabemos que el nuevo radicalismo de izquierda como un todo, originado en la Teoría Crítica y en los marxistas que venían del existencialismo, proclamaba la prohibición de representarse concretamente la sociedad no-capitalista y la reproducción «autoorganizada». En verdad, tal negación, conscientemente vaga, es una autodefensa de la conciencia burguesa contra las probables consecuencias de su propia crítica social. Hasta hoy no existe una definición económica de la reproducción ajena a la forma-mercancía, porque el radicalismo de izquierda –en todas sus variantes, sea en la versión atlética o beletrista– se prohibió a sí mismo, deliberadamente, semejante tarea. ¡Precisamente en nombre de la determinación y organización autónomas del movimiento revolucionario, cuya gloriosa praxis no debía ser estimulada de antemano teóricamente! Pocas veces hubo una disculpa tan miserable en la historia de las ideas sociales.

Probablemente, no se adecuaría bien al amplio gesto revolucionario de los actores desarrollar meras definiciones económicas y quizá rudimentos prácticos para una desvinculación con referencia al Estado y al mercado; esto les habría parecido muy bajo y pasajero, tal vez muy «femenino», ya que no se relacionaba con los gestos primitivos de la guerrilla latinoamericana (las mujeres siempre tienen un no sé qué de insignificantes, de infausto, a los ojos de los gloriosos fanfarrones de la teoría y de la política). Y esto, a pesar de que el menor de los avances hacia la desvinculación de la forma-mercancía bastase ya para desencadenar un conflicto con la estructura burguesa de reproducción, lo que incluiría un momento de guerrilla –pero sin duda de un modo completamente diferente al que les gustaría imaginar a los protagonistas del 68 y a sus descendientes ideológicos.

Los eternos jóvenes vistiendo impermeables, con eternos cigarrillos en la boca y miradas eternamente audaces, eternamente listos para adoptar de modo equivocado el concepto de emancipación social como una rama de la literatura; los pequeños Danton y Mirabeu de micrófono en puño, escudriñando una oportunidad; los simulacros de Emiliano Zapata, con barba incipiente y chaquetas de cuero, pasando por peligrosos y deseosos de tener libre acceso a cualquiera de los saraos de la alta burguesía; los licenciados arrivistas, interesados tan sólo en el diploma –todos, máscaras de las revoluciones y revolucioncillas burguesas, que cualquier día serán exhibidas en desfiles de modas como piezas de la colección de otoño. Los representantes del 68 y sus secuaces lo único que no tenían todavía absolutamente claro era si, con la utopía y lo «completamente otro» como primer grado de su carrera, optarían por ser literatos, profesores o políticos burgueses.

Los trabajadores de las fábricas ocupadas, por tanto, sólo recibieron quince años más tarde, cuando hacía ya mucho que habían olvidado la pregunta, una respuesta sobre el problema económico de un «socialismo antiautoritario»: las empresas autogestionadas, como integrantes del mercado, debían ganar su dinero «alternativamente», según los decires de los dirigentes del movimiento alternativo. Lo «completamente otro» ya tenía entonces un aspecto bastante melancólico y pequeño-burgués. Sabemos también lo que resultó de ello. En Alemania, por lo demás, ni siquiera hubo fábricas ocupadas en 1968, puesto que los agitadores del movimiento antiautoritario fueron antes recibidos a palos frente a los portones de las fábricas por los fanáticos del milagro económico, que en esa época se acercaba a su fin. Es por ello que la farsa revolucionaria de la clase media de Alemania puede ser expuesta sin riesgos, aunque no sin los efectos colaterales de un impulso de modernización económica del mercado, del cual lamentablemente aún hoy se siente orgullo.

A pesar de los pesares, la fuerza de irradiación del Mayo parisino consistió en el hecho de que el cuarto prohibido permaneció abierto durante un instante, al menos aparentemente, pues nadie llegó a verlo bien. Y asombra que no se le haya dirigido una mirada precisa, por no hablar ya de entrar en él, puesto que esto habría sido aterrador. La valorización de la moneda como forma de reproducción total, se dice hoy, «no ofrece alternativas». Esto fue asumido como cierto por los sindicatos en todo el mundo, que finalmente no deben temer ya a su propia idea nebulosa de emancipación social. Y así será en el futuro. Los ambiciosos jóvenes de impermeables aún se reúnen en los cafés, pero ahora no alimentan sueños literarios siquiera.

NOTAS

1. Miembros de la Internacional Situacionista, movimiento artístico y político originado en el surrealismo. Su inspirador fue Guy Debord, autor de La sociedad del espectáculo (1967) (N.del T. portugués.).

2. Cohn-Bendit, Daniel: Linksradikalismus -Gewaltkur gegen die krankheit des Kommunismus, Reinbek, 1968 (texto de sobrecubierta).

3. Sauvageot, Jacques, y otros: Aufstand in Paris oder Ist in Frankreich eine Revolution moglich?, Reinbek, 1969, p. 16 ss.

4. Cohn-Bendit, Daniel, op. cit., p. 12.
5. "Modernizadores capitalistas". Cfr. el segundo párrafo de la cuarta y última parte (N. del T. portugués).